Lo que distingue al ethos humano de la conducta animal es
que ciertas acciones pueden ser objeto de reflexión, sea porque se orientan
según una finalidad, sea porque obedecen a un impulso no inmediato, sea porque
se dotan de medios para la consecución de fines, pero, por encima de cualquier
otra consideración, porque pueden situarse ante un conflicto de específico
carácter moral.
Mediante la reflexión, la acción del sujeto —y el sujeto
mismo— se vuelven objetos de sí mismo.
Esta capacidad
efectiva de reflexionar deviene de una situación antropológica esencial: el
sujeto puede tomar distancia del lugar que ocupa en el mundo, precisamente
porque ha constituido en él un “aquí” centrado en su ambiente. (Cfr. Maliandi, 2004. 45).
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