Para esta joven pareja, que no era rica, pero que
deseaba serlo, simplemente porque no era pobre, no existía situación más
incómoda. No tenían más que lo que merecían tener. Mientras soñaban con
espacio, con luz, con silencio, eran devueltos a la realidad, no sombría, pero
sí mezquina simplemente —lo que quizá era peor—, de su vivienda exigua, de sus
comidas corrientes, de sus vacaciones escasas. Era lo que correspondía a su
situación económica, a su posición social. Era su realidad, y no tenían otra.
Pero existían, a su lado, en torno a ellos, a lo largo de las calles por las
que no tenían más remedio que pasar, los ofrecimientos engañosos, aunque tan
cálidos, de los anticuarios, de las tiendas de ultramarinos, de las papelerías.
Desde Palais–Royal hasta Saint–Germain, desde el Champ–de–Mars hasta l’Etoile,
desde el Luxembourg hasta Montparnasse, desde l’Ile
Saint Louis hasta el Marais, desde los Ternes hasta la Opera, desde la
Madeleine hasta el parque Monceau, París entero era una perpetua tentación.
Ansiaban ceder a ella, con embriaguez, en seguida y para siempre. Pero el
horizonte de sus deseos se cerraba despiadadamente; sus grandes sueños
imposibles pertenecían a lo utópico.
(Georges
Perec, 1965)
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