Para una ética arquitectónica, tal como podemos
concebirla aquí, la buena vida social
constituye un horizonte ético.
Este horizonte ético articula una ética de la felicidad
con una ética del deber, ambas como reflexiones recíprocamente desarrolladas.
Por ello, la buena vida no es un ideal situado más allá de nuestro alcance,
sino una dirección impuesta a un derrotero, una orientación general a la acción
práctica, el móvil finalista de nuestros emprendimientos. No es la buena vida
una utopía, sino precisamente, todo lo contrario: la buena vida es aquella que
tiene lugar en la arquitectura éticamente lograda.
Y existe tal arquitectura, cuando ésta está originada en
la consecución del habitar pleno y a éste se consagra.
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