La arquitectura tiene un origen común con la escritura:
ambas son dispositivos de localización de la memoria precisamente en el momento crucial que ésta abre caminos a
la historia.
Escribimos aquello que deseamos no olvidar en documentos
y también erigimos marcas en el territorio para recordar, en monumentos.
Hacemos historia a la vez recordando y olvidando, constituyendo ritualmente lugares de memoria. En el gesto
fundamental de inscribir signos en un ámbito exterior a nuestra memoria
subjetiva, objetivamos en el documento y en el monumento, la operación que a la
vez es recuerdo y olvido.
El tiempo y el cambio erosionan y resignifican todo
aquello que aún recordamos, aquello que podemos olvidar de nuestra peripecia
histórica, pero también nos permiten, a su modo, rescatar críticamente otros
signos de este olvido y de este falible recuerdo, con la remisión al signo en
el documento, con la persistencia de las piedras en su lugar del territorio.
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