Cuando
examinamos la estructura fundamental del lugar encontramos que éste se
manifiesta articulado en dos amplias regiones: el cielo y la tierra. El cielo
se despliega arriba y es la región de todo aquello que no podemos alcanzar, el
origen de todo aquello que se nos impone como estado del tiempo: la luz, el
viento, las precipitaciones, el tono general que ampara el lugar. Por su parte,
la tierra es aquello que pisamos, el sustento primordial de nuestra existencia,
lo que, si bien está a la mano, debemos conquistar, defender y cultivar, el
fondo principal de las figuras de los territorios en que habitamos.
Precisamente
allí en donde se tocan y diferencian las regiones fundamentales, entre tierra y
cielo se despliega el horizonte que los articula y tiene lugar el habitante.
Habitamos, en lo fundamental, horizontes. El horizonte es el elemento ordenador
de todo paisaje: señala los confines del lugar en la tierra, a la vez que
cierra la bóveda del cielo propio del lugar. Todas y cada una de las
articulaciones que dan forma particular y que conforman la arquitectura del
lugar se disponen en referencia a la figura del horizonte.
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