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Propuesta de la torre Alquimia

En Montevideo ha cerrado recientemente la antigua confitería Cantegrill, que constituía un hito excéntrico en el barrio. Como siempre pasa, hay quienes (entre los que me incluyo)  dudan de su valor "arquitectónico", aunque es cierto que el engendro del arq. Pittamiglio cuenta con las simpatías de los vecinos (mi familia ha sido cliente entusiasta del establecimiento). También hay que reconocer que en la zona hay una avidez inmobiliaria aguda y feroz. Hubo quien reivindicara el valor "patrimonial" en términos sentimentales o de memoria popular y abogara por su conservación, a pesar que la construcción, se dice, tiene graves fallas estructurales.
Recientemente se ha conocido una propuesta que, es evidente, intenta conciliar a tirios y troyanos. Su imagen encabeza esta entrada. Aunque parezca bizarra, la "solución" tiene antecedentes en nuestra propia ciudad.
La arquitecta y profesora Laura Alemán ha escrito un encendido artículo que cito en parte. Bienvenido el debate
Se trata de una propuesta incalificable, que ha dejado atónitos por igual a los partidarios de la sustitución y a quienes se movieron para evitarla.
Pero lo que me interesa plantear es, sobre todo, la operación conceptual que hay detrás de esta decisión, la lógica oculta que preside este resultado: un mecanismo que excluye a priori la conservación del bien implicado, tal como fue impulsada. Aunque se diga lo contrario. En efecto, lo que hay aquí es una respuesta fundada en la siguiente dicotomía: demoler la obra de Pittamiglio para construir un edificio elevado, o mantener la obra de Pittamiglio y construir un edificio elevado. Pero cualquiera de esas dos opciones altera de modo abrupto la escala urbana e ignora el reclamo de quienes pidieron preservarla. En realidad, como pueden apreciar los lectores, la construcción en altura es en ese planteo de alternativas una variable fija, un dato inamovible que no se cuestiona porque -afirman sus promotores- se ampara en las normas vigentes. Lo que no se dice es que la ley no es un mandato divino ni una fatalidad cósmica, sino una provisoria construcción humana, un acuerdo cultural que puede ser revisado en cualquier momento, y que debe serlo ante situaciones en las que resulte evidente la necesidad de una revisión. Como ejemplo de esto valen las excepciones que a menudo se imponen a esa presunta ley sagrada, aunque esto suele hacerse para atender las demandas presentadas por el inversor, en función de sus intereses, no para encauzarlas ni -mucho menos- para frustrarlas.
Por esta vía se habilita, entonces, la peor de las soluciones: la concreción de un engendro que ofende el espacio urbano con su diseño torpe -por decir poco- y la brutalidad de su escala. Una respuesta nefasta que sólo puede ser explicada desde la pura y dura razón económica: no hay otro móvil capaz de justificarla. Ante esto, hay algo que parece claro: si la norma vigente admite una aberración como la que se ha producido, debe ser modificada.
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