Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré
describirte la Ciudad de Zaira de los altos bastiones. Podría decirte de
cuantos peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus
soportales, qué chapas de Zinc cubren los techos; pero sé ya que sería como no
decirte nada. No está hecha de esto la ciudad, sino de relaciones entre las
medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado: la distancia al suelo
de un farol y los pies colgantes de un usurpador ahorcado; el hilo tendido desde
el farol hasta la barandilla de enfrente y las guirnaldas que empavesan el recorrido
del cortejo nupcial de la reina; la altura de aquella barandilla y el salto del
adúltero que se descuelga de ella al alba; la inclinación de una canaleta y el
gato que la recorre majestuosamente para colarse por la misma ventana; la línea
de tiro de la cañonera que aparece de improviso desde detrás del cabo y la
bomba que destruye la canaleta; los rasgones de las redes de pescar y los tres
viejos que sentados en el muelle para remendar las redes se cuentan por
centésima vez la historia de la cañonera del usurpador, de quien se dice que
era un hijo adulterino de la reina, abandonado en pañales allí en el muelle.
En esta ola de recuerdos que refluye la ciudad se
embebe como una esponja y se dilata. Una descripción de Zaira como es hoy
debería contener todo el pasado de Zaira. Pero la ciudad no dice su pasado, lo
contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en
las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de
los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento
por raspaduras, muescas, incisiones, cañonazos.
Italo
Calvino, Las ciudades invisibles
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