En la actualidad, cuando se habla del
espacio público urbano, se suele enfatizar su carácter de lugar de encuentro o
de lugar que permite el encuentro entre sujetos heterogéneos. Raramente se
considera que en su origen el espacio público moderno fue pensado para ordenar
la vida urbana contra los riesgos recurrentes de tumultos y rebeliones del
proletariado incipiente en ese entonces. En el siglo XIX cuando se inaugura el
tipo de espacio urbano que será uno de los prototipos principales de la ciudad
moderna, es decir, el París de Haussman, la traza de los grandes bulevares y
las plazas en forma de estrella, fueron pensadas como una manera eficaz de
controlar el desorden social que podía derivarse de los asentamientos pobres,
donde vivían hacinadas las clases trabajadoras (asentamientos que fueron
demolidos para dejar el lugar a los bulevares) y como una manera de crear
flujos ordenados de circulación urbana.
Giglia, 2012: 19
Cuando se habita un ámbito
urbano, se puebla de modo concreto un lugar de encuentro e intercambio entre
sujetos heterogéneos. Pero es necesario reparar que, mientras que la habitación
urbana ha devenido morosa y evolutivamente del habitus, la operación de espacialización
obedece a un proceso cultural relativamente más sofisticado, de donde los
saberes y los poderes sobre el lugar se han aplicado a subsumir operativamente
su carácter, precisamente, en términos de espacio. Dicho de otro modo, mientras
que, como habitantes, los urbanitas persistimos en unas prácticas concretas de
habitación, los gestores de la ciudad la conocen y se apoderan de su
constitución mediante unas subsunciones operativas que administran, cuidadosa y
firmemente, la constitución de espacios de diferente carácter: públicos y
privados. Con esto, se descubre que la diferencia entre ámbito y espacio ya no
es un simple matiz terminológico teórico, sino el resultado de una oposición concreta
de prácticas sociales.
Ahora es claro ver que la primera
operación política sobre la ciudad moderna es la espacialización operativa. Del
lugar concreto y vivido se abstrae un espacio que permite tanto saber cómo
operar políticamente. Porque la subsunción del lugar de la ciudad en el espacio
urbano es un saber apropiado para el ejercicio del poder sobre lo urbano, una
superestructura que hace posible ya no la domesticación genérica del lugar,
sino el sojuzgamiento de los modos de producción y consumo de los recursos
urbanos como mercados y mercancías. Así se comprende cómo, en un proceso que,
en la civilización europea occidental tiene un origen cultural en el
Renacimiento, la comprensión del lugar habitado en términos de espacio
geométrico hace de la ciudad un objeto de proyecto arquitectónico y
urbanístico, junto con el desarrollo de la formación económica social a la que
esta operación cognoscitiva le es funcional.
La ciudad contemporánea es aquello que
los urbanitas construimos y habitamos con lo que el modo capitalista de
producción del puro espacio urbano nos deja.
El ordenamiento del espacio urbano es, por cierto, acción y efecto del poder
político, según las reglas impuestas por la formación hegemónica. Pero mientras
tanto, los urbanitas persistimos en una sorda respuesta, una vaga indisciplina,
una soterrada resistencia a los dictados del poder y así, lo urbano
alcanza a tener lugar. Sólo que el hecho de tener efectivo lugar en la práctica
concreta del habitar no ha dado, aún, las notas de conciencia social que
alienten el cambio de formación social y económica.
Ref: Giglia, Ángela (2012) El habitar y la cultura.
Barcelona, Anthropos, 2012
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