John William
Waterhouse (1849- 1917) El alma de la
rosa (1908)
El
cuerpo constituye un muy competente mecanismo de percibir, medir y valorar
diferencialmente un conjunto de variables energéticas propias del ambiente.
Así
se despliegan múltiples dimensiones específicas que confieren forma y
significado a los lugares.
La
dimensión más obvia es el calor y sus fluctuaciones: el cuerpo busca en todo
momento lugares al abrigo del frío y el viento, así como la sombra fresca a
salvo del calor. Hay una dimensión termotópica
constitucional de cada lugar habitado en función del acomodo relativo del
cuerpo que lo ocupa. La piel y sus termorreceptores miden una variable crucial
en el confort del lugar.
Otra
dimensión muy importante desde el punto de vista de la interacción social lo
constituye el sonido. La administración del ruido ambiental, el control de la
emisión de la voz y el aguzamiento relativo del oído son funciones básicas que
el cuerpo realiza a lo largo de la dimensión fonotópica del lugar. Damos forma a los ámbitos que poblamos tanto
con la voz como con el oído.
Una
tercera dimensión peculiarmente importante es la luz. El habitante es
particularmente sensible a sus variaciones y a los significados que confieren
forma, figura y fondos ofrecidos a un cuidadoso y permanente examen. Los más
minuciosos pormenores de la forma se traducen en potentes imágenes visuales.
Pero
hay otra dimensión, más discreta y frecuentemente soslayada, que se nos
evidencia a través de la nariz. Es la dimensión osmotópica, que trata de las variables aromáticas del lugar y nos activa una región peculiar del
psiquismo. Se involucran aquí sutiles procesos que afectan un sentido
primitivo, que afecta hondamente la memoria y el tono de fondo de los lugares.
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