Si para las instituciones de la
polis la obra de arte público es una apuesta por lo perenne, lo que merece
durar inalterable, para el usuario ese mismo objeto es un instrumento que le
sirve para puntuar la espacialidad de las operaciones a que se entrega,
justamente aquella sustancia que constituye la dimensión más fluida e inestable
de la vida urbana. Si la ciudad legible, ordenada y previsible de los
administradores y los arquitectos es por definición anacrónica –puesto que sólo
existe en la perfección inmaculada del plan–, la ciudad tal y como se practica
es pura diacronía, puesto que está formada por articulaciones perecederas que
son la negación del punto fijo, del sitio. En las calles lo que uno encuentra
no son sino recorridos, diagramas, secuencias que emplean los objetos del
paisaje para desplegarse en forma de arranques, detenciones, vacilaciones,
rodeos, desvíos y puntos de llegada. Todo lo que se ha dispuesto ahí por parte
de la administración de la ciudad –monumentos tradicionales, obras de arte,
mobiliario de diseño– se convierte entonces en un repertorio con el que el
incansable trabajo de lo urbano elabora una escritura en forma de palimpsestos
o acrósticos. En calles, plazas, parques o paseos se despliegan relatos, muchas
veces sólo frases sueltas, incluso meras interjecciones o preguntas, que no tienen
autor y que no se pueden leer, en tanto son fragmentos y azares poco menos que
infinitos, infinitamente entrecruzados.
Manuel
Delgado, 2017
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