Los objetos singulares, como bienes estéticos, configuran
fenómenos de figura recortada con respecto a fondos relativos.
No sólo se trata de edificios aislados en un paisaje
“natural” más o menos antropizado, sino de ocurrencias que por su magnitud,
configuración general o tratamiento exterior se destacan como unidades
relativamente autosuficientes en su configuración, volviendo a su entorno
inmediato un fondo o telón perceptivo. Estos objetos constituyen bienes estéticos
de una característica especial en tanto sus valores de belleza, hermosura,
euritmia, o aún su fealdad son potenciados por la propia singularidad.
La ciudad contemporánea y su cultura arquitectónica
hegemónica brindan una exagerada atención a los objetos singulares. Estos
objetos son manifestaciones patentes del poder económico, político o simbólico
que se afana por dejar en el escenario una marca contundente de su propia y
diferencial identidad. Lo problemático es que una ciudad en que proliferen con
exceso estos objetos singulares se vuelve un caos estético urbano. Es triste
ver cómo ciertas ocurrencias brillantes hacen caso omiso del paisaje
circundante, volviendo el contexto urbano preexistente un mero fondo de anomia.
El esplendor de la obra maestra a veces oscurece su
entorno.
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