Detrás de nuestra preocupación por la autonomía de
la arquitectura se halla una angustia que se deriva en gran medida del hecho de
que nada podría ser menos autónomo que la arquitectura, particularmente hoy
día, cuando, a causa de la dominación de los media, hallamos cada vez más difícil
llegar a lo que queremos. En tales circunstancias de escepticismo, los arquitectos
a menudo se sienten forzados a realizar actos acrobáticos para asegurarse la
atención. Al obrar así, tienden a seguir una sucesión de tropos estilísticos
que no dejan sin consumir imagen alguna, de manera que el campo entero se ve
inundado de una infinita proliferación de imágenes. Esta es una situación en la
que las construcciones tienden a ser diseñadas cada vez más en atención a su
efecto fotogénico que en atención a su potencial de experiencias. Los estímulos
plásticos abundan en un frenesí de iteración que le hace eco a la explosión de
información. Vamos a la deriva hacia ese estado entrópico que Lewis Mumford
describió una vez como una nueva forma de barbarie. Entretanto, la ideología de
la modernidad y el progreso se desintegra ante nuestros ojos y el inminente
desastre ecológico de la reciente producción industrial es ostensible en todas
partes. Sin embargo, no existe ningún imperativo lógico de que estas
condiciones exijan una expresión artísticamente fragmentada, sobreestetizada,
en el campo de la arquitectura. Al contrario, se puede argüir que semejante
nivel de disyunción requiere, y hasta exige, una arquitectura de tranquilidad,
una arquitectura que esté más allá de las agitaciones del presente momento, una
arquitectura que nos devuelva, a través de la experiencia del sujeto, a aquel
breve momento ilusorio tocado por Baudelaire, a aquel instante evocado por las
palabras luxe, calme, et volupté.
Kenneth
Frampton
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