El
cuerpo opera según unos movimientos fundamentales que originan profundas
vivencias y hábitos y descubren en el lugar las dimensiones espaciotemoporales
clásicas.
En
primer lugar, la marcha da lugar a la
vivencia y el hábito de la profundidad perspectiva que inspira tanto una
primordial dimensión espacial estrechamente vinculada al tiempo, así como
informa a la propia conciencia sobre el modo de pensar discurriendo.
Por
su parte, el erguirse de la bipedestación origina la dimensión —tanto física
como moral— de la vertical. Desde entonces, la medida de magnificencia,
soberbia y del propio poder real y simbólico se distribuirá sobre esta
dimensión que confronta paralela a nuestra postura fundamental.
En
fin, el aparentemente simple gesto de abrir los brazos opera en la dimensión
vívida de la amplitud y desde allí, desde tal gesto, se origina la magnitud
efectiva tanto como simbólica de todo aquello que tenemos entre manos, bajo el
imperio de nuestro poder relativo.
De
ello se infieren, según sucesivas y rigurosas abstracciones, las estructuras
euclidianas del espacio por un lado y la dimensión del tiempo, por otro. Pero
es el cuerpo el dispositivo estructural y estructurante que no deja de proyectar
sus designios sobre el lugar actuando de modo siempre concreto y llenando de
vida los lugares.
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