La vieja analogía entre cuerpo
y ciudad, a la que Sennett dedicara una excelente obra (Carne y piedra,
Alianza), recibe ahora, con todo lo dicho, un importante matiz. A la ciudad
concebida por el arquitecto o el urbanista le corresponde un cuerpo
hiperorgánico, una máquina tan perfecta como la que imaginaran Wright o Le
Corbusier en sus proyectos, tejido celular preciso, con su corazón, sus
intestinos, su aparato locomotor, su sistema nervioso y circulatorio, su
cerebro, pero sin sexo, sin deseo, sin el estremecimiento que procura la carne,
sin la tensión que suscita la actividad muscular, sin poros, ni piel. Frente a
ese cuerpo acabado con que sueña la ciudad planificada, el cuerpo inacabable de
la ciudad real, de lo urbano. De un lado, cuerpos que son o que están, puesto
que todos y cada uno de ellos es un estado, tan estado como la ciudad-Estado en
que son instalados bajo control y a condición de que permanezcan en todo
momento localizados y previsibles. Del otro, una sociedad de cuerpos que
permanecen siempre en danza, cuerpos que en este caso ni son ni están, sino que
suceden; que pertenecen no al orden de la estructura y de la función, sino del
acontecimiento. A un cuerpo reversible y mesurable, fijado al suelo de su
estructura –la ciudad como sitio sitiado– se le opone o le permanece
indiferente otro cuerpo idéntico a lo urbano, un cuerpo nomádico, que camina,
que se arrastra, que salta, que se revuelca, que sólo sabe de intensidades, que
no es ni siquiera propiamente una anatomía, sino una amalgama indiferenciada de
pensamiento, de carne y de deseo.
Manuel
Delgado, 2017
Este blog ha sido eliminado por un administrador de blog.
ResponderBorrar