Para los políticos y los
planificadores, una ciudad es un sistema de edificaciones, instalaciones,
infraestructuras e instituciones en el que vive una población más bien
numerosa, cuyos componentes suelen no conocerse entre sí. La imagen que
recibimos de cualquier metrópolis a través de un mapa o de una fotografía aérea
es la de un entramado hecho de volúmenes y canales, un orden de puntos y
pasillos por los que transcurre de forma más bien regular la vida ordinaria de
sus habitantes, cada uno de ellos abandonado a sus ocupaciones y
preocupaciones. Ahora bien, esa actividad supuestamente previsible de la
población de una ciudad experimenta de vez en cuando espasmos o convulsiones
que tienen como escenario esas calles y esas plazas en apariencia tranquilas y
rigurosamente vigiladas. Esas contorsiones periódicas que experimenta toda
ciudad vienen a desmentir la pretensión que los poderes esgrimen de que dominan
de veras o incluso simplemente conocen esa vida urbana que creen administrar.
Esa evidencia –la de las ciudades como sistemas que experimentan cíclicamente
movimientos espasmódicos no controlables– es la que nos invita a entender la
ciudad como cualquier cosa menos como una entidad equilibrada y predecible,
puesto que en todo momento puede experimentar grandes descargas de energía
social, que pueden ejercese sobre la nada –por el puro placer de desplegarse,
como ocurre con la fiesta–, pero también sobre la historia, como vemos en el
caso de las insurrecciones, las revueltas y las revoluciones.
Manuel
Delgado, 2018
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