Barcelona, como cualquier
ciudad, siempre es “otra cosa”. Esa otra cosa tiene algo de monstruoso, en el
sentido de que carece en realidad de forma y de sentido. Parece una mera
morfología, pero es en realidad un ser viviente, dotado de una inteligencia secreta,
de una piel por la que siente y de esa musculatura que lo agita. Puede
antojarse a veces que a esa bestia feroz y tierna se la puede domesticar, hacer
de ella un animal sumiso y amable, pero a la mínima oportunidad conoce súbitos
asilvestramientos que advierten de su naturaleza en última instancia indómita.
Parece una cosa, pero es una fuerza. Y, de este modo, esa vitalidad que no es
posible ni contentar, ni conocer, ni detener se desborda a veces y vuelve a
convertirse, de pronto, en lo que nunca deja de ser. Y Barcelona, y las
ciudades, rejuvenecen, recuperan durante horas o días su vieja sustancia hecha
de conflicto y de verdad. Y se vuelve a ver a los descontentos y a los
agraviados recuperar unas calles que siempre fueron suyas y se vuelven a escuchar
sus voces insolentes. Desde sus balcones, los poderosos y sus proyectadores de
ciudad contemplan incrédulos y horrorizados su fracaso, ante una pura energía
colectiva que en cualquier momento podría cambiarlo todo de sitio. Abajo, una
potencia sin poder. Arriba, un poder impotente.
Manuel
Delgado, 2018
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