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Plumas ajenas: Laín Entralgo


En el sentido cosmológico de la palabra mundo —y a la postre en todos sus posibles sentidos; por ejemplo, cuando hablo del «mundo literario» o del «mundo musical»—, el mundo es espacial; y, por serlo, mi estar en el mundo me espacializa, me sitúa en el espacio cósmico. Desde las primeras intuiciones de Husserl, en la referencia del cuerpo propio al espacio se ha visto el fundamento fenomenològico y psicológico de la noción de mi espacialidad y la espacialidad. Pues bien: la noción del aquí es la que originariamente da lugar a la noción de espacio. A ella se refieren tácticamente todas las expresiones con que yo nombro mis distintos modos de hallarme espacialmente situado: ahí, allí, en tal parte, yo no sé dónde, lejos, cerca, etc. En tanto que vividas, todas ellas sirven de presupuesto y materia a la noción de espacio, sea ésta vulgar, científica o filosófica. Llámese Newton, Einstein o Perico el de los Palotes, el hombre puede hablar del espacio porque, como dice Zubiri, es y siente que es espacioso: las cosas son para él espaciosas porque son corpóreas, y él lo advierte porque es un cuerpo entre cuerpos. Así lo demostrará un rápido examen de los dos modos cardinales de percibir el aquí: el aquí del espacio extracorpóreo y el del espacio intracorpóreo.
En este momento, mi aquí extracorpóreo es la habitación en que escribo: yo estoy en ella, a ella refiero los objetos que perciben mis ojos y los ruidos que llegan a mis oídos, y desde ella establezco la situación de los diversos ámbitos de mi condición espacial: una calle, una ciudad, etc. Esta habitación me sitúa en el espacio, y mis sentidos corporales —en definitiva, mi cuerpo— son los mediadores de tal conciencia de situación. El niño aprende que su cuerpo y su mundo son espaciosos —sutilmente lo apuntó Ortega y lo ha estudiado Piaget— tropezando con las cosas, advirtiendo con la limitación y la torpeza de su cuerpo que las cosas tienen un terco límite propio. Nuestro aquí de adultos y nuestra idea de la espaciosidad y la espacialidad del mundo, en esas corpóreas experiencias infantiles tienen su origen psicológico.
A la vez que el aquí extracorpóreo, y adecuada o inadecuadamente fundido con él, hay para mí un espacio intracorpóreo, el que yo señalo en mi cuerpo cuando siento o digo «me duele aquí» o, con los ojos cerrados, «tengo flexionado mi brazo derecho». Y si mi idea del aquí extracorpóreo tiene su fundamento en mi corporalidad, tanto más habrá de tenerla mi capacidad para localizar en mi cuerpo lo que en él pasa o para percibir desde dentro de él su posición en el espacio.
Laín Entralgo, 1988

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