Si para las instituciones la obra
de arte público fijada en el territorio es una apuesta por lo perenne, lo que
merece durar inalterable, para el usuario ese mismo objeto es un instrumento
que le sirve para puntuar la espacialidad de las operaciones a que se entrega,
justamente aquella sustancia que constituye la dimensión más fluida e inestable
de la vida urbana. Si la ciudad legible, ordenada y previsible de los
administradores y los arquitectos es por definición anacrónica –puesto que sólo
existe en la perfección inmaculada del plan–, la ciudad tal y como se practica
es pura diacronía, puesto que está formada por articulaciones perecederas que
son la negación del punto fijo, del sitio. Ahí afuera, a la intemperie, lo que
uno encuentra no son sino recorridos, diagramas, secuencias que emplean los
objetos del paisaje para desplegarse en forma de arranques, detenciones,
vacilaciones, rodeos, desvíos y puntos de llegada. Todo lo que se ha dispuesto
ahí por parte de la administración de la ciudad –monumentos tradicionales,
obras de arte, mobiliario de diseño– se convierte entonces en un repertorio con
el que el incansable trabajo de lo urbano elabora una escritura en forma de
palimpsestos o acrósticos. En calles, plazas, parques o paseos se despliegan
relatos, muchas veces sólo frases sueltas, incluso meras interjecciones o
preguntas, que no tienen autor y que no se pueden leer, en tanto son fragmentos
y azares poco menos que infinitos, infinitamente entrecruzados.
Manuel
Delgado, 2018
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