Gerrit Rietveld
(1888–1964) Casa Schröder (1924)
Saber
ver la arquitectura implica recorrerla, percibirla en movimiento y confrontando
los diversos aspectos que va mostrando paso a paso. La alternancia de
perspectivas, la mutación de masas y espacios, los pormenores de la luz y,
sobre todo, las diferencias apreciables entre estas son capitales para la
percepción visual cabal de la arquitectura. Pero no se trata sólo de verla.
También
se la oye deambulando atento a la resonancia de los pasos, también se verifican
las reverberaciones de la música de la vida en cada rincón, también se
diferencian ámbitos según su brillantez o sordera acústicas. Saber oír la
arquitectura es una facultad necesaria y concurrente.
El
olfato cumple un papel frecuentemente soslayado. En efecto, las alternancias de
los tonos osmósicos, de las diferentes aromas y fragancias propias de cada
reducto son cruciales para la emoción básica del reconocimiento.
En
cuarto lugar, cabe mencionar a la exploración táctil, asociada firmemente con
las sensaciones kinestésicas que transforman los esfuerzos en dimensiones
concretas, en desniveles, en calidades diferentes de lo alcanzable. En términos
de confort, una promenade architecturale
es un ir y venir entre zonas diversas que se juzgan con la piel y con la
confortación resultante.
Pero es
a título de síntesis superior de todas estas sensaciones emerge un epílogo que
puede resultar adecuado denominarlo gusto,
si con esta expresión reservamos significado por la adhesión emocional profunda
que resulta de nuestra fruición en movimiento de la arquitectura
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