Aunque
nos pese, nuestra ciudad y nuestro habitar en ella, es un resultado del grado
relativo de sensatez política de nuestra sociedad. Las llagas de la ciudad son
las emergencias perceptibles de nuestra inopia sociopolítica actual.
¿Acaso
la actual conurbación difusa no es sino el resultado de dos vectores opuestos,
uno, que nos insta a las ventajas de la vida urbana, mientras que el otro nos
aleja mutuamente? Las pesadillas del trasporte, la extensión irracional de las
infraestructuras y la rarificación de las ciudades compactas en beneficio de la
metrópolis difusa son el primer emergente del imperio del actual estado de la
conciencia político social dominante.
¿Acaso
la segregación socioespacial que hace de nuestras ciudades unos mosaicos de
confinamiento de poblaciones clasificada por su nivel de ingreso es resultado
de un azaroso proceso de clivaje? Es el mercado y las dinámicas recíprocas de
los promotores inmobiliarios y los consumidores de suelo urbano los
responsables de tal situación.
Por
otro lado, ¿qué decir de la aguda anomia que aqueja la vida social de la
ciudad, en que cada urbanita se vuelve un extraño ominoso a los ojos de su
vecino? Es fácil quejarse del miedo emergente. Lo difícil es asumir en primera
persona la cuota de responsabilidad que a cada uno le cabe.
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