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Arquitecturas del lugar (II) El café


Luigi Loir (1845–1916) Café en la noche (1910)

En este caso, todo empieza y todo termina con una fulgurante presencia en la noche ciudadana. Un lugar habitado así es, en esencia, un punto de luz en la oscuridad.
Podría tratarse de un puerto o zona franca, estación en donde ritualizar los encuentros, las pausas, las contemplaciones detenidas de la vida. Se trata de un punto singular en el entramado laberíntico de todas las sendas ciudadanas. De cuán lejos puede llegarse a éste, no es posible determinarlo a ciencia cierta (uno puede llegar a cruzar todo el ancho del Río de la Plata para llegar a tomar un café en el famoso Tortoni de Buenos Aires, y recompensar con creces la empresa). Por otra parte, su hondura es la propia de los tertulianos que eligen los rincones más recónditos para amparar sus charlas. Un café tiene que tener, además, una altura que los vuelos de la imaginación de los parroquianos merezcan y se agradecen los pormenores de los cielorrasos y vitrales. Pero parece que la dimensión cabal de un café la da su amplitud: la medida en que se desarrolla ampuloso hacia la acera ciudadana.
Ni hay que decirlo, la dimensión osmotópica es esencial para la arquitectura propia del lugar café: las asociaciones de fragancias son factores atractores tan poderosos como la reputación histórica. A la algarabía de platos y cucharillas se le suma los rumores de la conversación distendida en donde cada mesa constituye un mundo hecho a la medida de la confidencia.
Toda esta estructura es mantenida en funcionamiento tan eficaz como discreto por ingentes esfuerzos de trabajadores de servicio que se deslizan furtiva y atentamente de emplazamiento en emplazamiento. Un mozo es un actor completo de la performance ergotópica del establecimiento tanto desde su disposición al servicio como en su presencia.
Pero todo en un café empieza y termina por constituir una fragante y resplandeciente presencia en el paisaje ciudadano. Una suerte de faro para navegantes urbanitas.


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