George Georgiou
(1961)
Con
respecto a la marcha, sólo podemos estar razonablemente seguros que hemos
operado una partida. En cuanto a una eventual llegada, sin embargo, todas son
irresoluciones, salvo en un caso, del
que nadie quiere hablar, por lo general. Así que todo es partir o, más bien,
recomenzar el viaje que uno ha iniciado en aquellos lejanos tiempos en que dio
sus primeros pasos, calurosamente festejados por sus familiares más cercanos.
Los
recorridos cargan con el peso del significado de ser representaciones de toda
la vida, reducida a su operación esencial e infraordinaria, que es constituir
un andar, una expedición, una empresa. Por ello, el errar, el paseo, el
despreocupado vagabundeo son verdaderas magnificencias que sólo se pueden permitir
algunos en unas muy señaladas circunstancias. Por lo general, todos vamos
recto, raudos y cabizbajos a nuestros asuntos.
Pero
todo andar no es otra cosa que la elemental coreografía de nuestra condición
primigenia de transeúntes, ambulantes precarios de una única peripecia.
El ir y
venir constituyen, de este modo, alternativas ilusorias de un único deambular
ajetreado entre los morosos comienzos y el postrero destino final.
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