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Contenidos resaltados: Antropología del habitar (VIII)

 

Nuestra relación con el espacio y nuestra posibilidad-capacidad para domesticarlo tendrán que acomodarse a las características de un espacio habitable que no hemos diseñado. Es por ello que el diseño y la construcción de un hábitat, en la medida en que se inspira en cierta idea del habitar, no puede no incluir cierto orden. De allí que la forma de la vivienda condicione inevitablemente —aunque no completamente— la relación de sus habitantes con el espacio habitable. Si el habitar establece un orden, ese orden puede ser impuesto, o cuando menos inducido mediante la forma del hábitat. Si habitar la vivienda implica establecer un orden espacial, es evidente que este orden no puede ser absoluto, sino que tiene que ver en primer lugar con las características físicas del propio espacio habitable. De allí que el espacio nos ordena, además de dejarse ordenar.

Giglia, 2012: 21

En todo lugar habitado existe, de hecho, la concurrencia contradictoria y conflictiva de dos arquitecturas. Una, producto de la espacialización operativa, así como de la materialización constructiva y de una realización económica como bien, esto es, artefacto con valor. Otra, producto de la actividad habitable del locatario, una arquitectura laxa del lugar, allí donde la existencia del cuerpo y sus gestos tiene efectiva presencia y población. Las dos arquitecturas coexisten en la realidad efectivamente vivida del habitante y su roce constituye una membrana sensible que podemos señalar como arquitectura efectiva y concretamente vivida. Mientras que sobre la arquitectura del lugar el sujeto habitante ejerce su imperio según una sabiduría, un saber obrar y un saber producir, la arquitectura de los edificios constriñe la vida en un compartimiento triplemente determinado por la espacialización, la materialización y la mercantilización del artefacto construido.

Si la arquitectura del edificio nos ordena, esta operación se verifica en un plano en que domina una alienada relación de poder: el promotor inmobiliario, el arquitecto funcional a los requerimientos del anterior, el constructor y el agente comercializador imponen, con el espacio vuelto operación mercantil, una ley tácita de uso, un registro —socialmente aceptado por el mercado— de implementaciones funcionales, económicas y simbólicas. Pero, en otro plano, el habitante instrumenta de modo práctico un conjunto determinado de recursos de ideación, proyecto, construcción e implementación en donde consigue imponer, de manera más o menos lograda, el margen escaso pero inestimable de realización subjetiva de la habitación. Cierto es, que, fruto de la sobreexplotación del espacio construido, la arquitectura de los edificios constriñe cada vez más asfixiantemente a la arquitectura del lugar vivido.

 

Ref: Giglia, Ángela (2012) El habitar y la cultura. Barcelona, Anthropos, 2012

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