Nuestra relación con el espacio y
nuestra posibilidad-capacidad para domesticarlo tendrán que acomodarse a las
características de un espacio habitable que no hemos diseñado. Es por ello que
el diseño y la construcción de un hábitat, en la medida en que se inspira en
cierta idea del habitar, no puede no incluir cierto orden. De allí que la forma de la vivienda condicione
inevitablemente —aunque no completamente— la relación de sus habitantes con el
espacio habitable. Si el habitar establece un orden, ese orden puede ser
impuesto, o cuando menos inducido mediante la forma del hábitat. Si habitar la
vivienda implica establecer un orden espacial, es evidente que este orden no
puede ser absoluto, sino que tiene que ver en primer lugar con las
características físicas del propio espacio habitable. De allí que el espacio
nos ordena, además de dejarse ordenar.
Giglia, 2012: 21
En todo lugar habitado existe, de
hecho, la concurrencia contradictoria y conflictiva de dos
arquitecturas. Una, producto de la espacialización operativa, así como de la
materialización constructiva y de una realización económica como bien, esto es,
artefacto con valor. Otra, producto de la actividad habitable del locatario,
una arquitectura laxa del lugar, allí donde la existencia del cuerpo y sus
gestos tiene efectiva presencia y población. Las dos arquitecturas coexisten en
la realidad efectivamente vivida del habitante y su roce constituye una membrana
sensible que podemos señalar como arquitectura efectiva y concretamente vivida.
Mientras que sobre la arquitectura del lugar el sujeto habitante ejerce su
imperio según una sabiduría, un saber obrar y un saber producir, la
arquitectura de los edificios constriñe la vida en un compartimiento
triplemente determinado por la espacialización, la materialización y la
mercantilización del artefacto construido.
Si la arquitectura del edificio nos
ordena, esta operación se verifica en un plano en que domina una alienada
relación de poder: el promotor inmobiliario, el arquitecto funcional a los
requerimientos del anterior, el constructor y el agente comercializador
imponen, con el espacio vuelto operación mercantil, una ley tácita de uso, un
registro —socialmente aceptado por el mercado— de implementaciones funcionales,
económicas y simbólicas. Pero, en otro plano, el habitante instrumenta de modo
práctico un conjunto determinado de recursos de ideación, proyecto,
construcción e implementación en donde consigue imponer, de manera más o menos
lograda, el margen escaso pero inestimable de realización subjetiva de la
habitación. Cierto es, que, fruto de la sobreexplotación del espacio
construido, la arquitectura de los edificios constriñe cada vez más
asfixiantemente a la arquitectura del lugar vivido.
Ref: Giglia, Ángela (2012) El habitar y la cultura.
Barcelona, Anthropos, 2012
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