Ferdinand Max
Bredt (1860-1921) Mujer descansando
(1921)
La
fatiga termina por vencernos. Entonces buscamos un lugar propicio para
abandonarnos al sueño, celebrando una y otra vez una consabida ceremonia.
Todos
los días, nuestras marchas tienen una detención especial: la profundidad
perspectiva del laberinto que atravesamos tiene una meta, una extenuación
provisoria. Nuestra jornada modula este desmayado aproximarse al fondo de
nuestra madriguera, allí donde podemos abandonarnos a yacer, custodiados por
los signos de pertenencia, religiosos o mágicos, custodios de nuestra condición
más indefensa.
Por
otra parte, al yacer, es el resuello, la respiración y el bostezo los que miden
la altura de la ceremonia. Puede que resulte muy bucólico tener al firmamento
estrellado como techo, pero, por lo común, un dosel suele ampararnos de cerca
la habitación del lecho. Preferimos no contar con alturas excesivas, en
beneficio de la sensación subjetiva de protección, tanto real como simbólica.
Las
medidas quizá más críticas y elementales del confort radican en la calidad
muelle del lecho, extremo de razonable buena reputación de una habitación de
hotel, así como de la amplitud,
dimensión propia de la posibilidad efectiva de ajustes sucesivos de la postura
corporal relajada. Un lecho mullido, suave y ancho: tal lo que el cuerpo pide y
el ánimo agradece.
Pero
éstas son apenas las dimensiones clásicas
de la ceremonia de dormir.
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