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La habitación del cielo


Josefina Holmlund (1827-1905) Paisaje costero con barco (1879)

Habitar el cielo implica someterse a un tono, a un estado de cosas emocional.
Allí radica lo que se da. Allí mora todo lo que no está a nuestro alcance. De allí proviene todo que se despeña sobre nuestra condición humana.
De la bóveda del cielo proviene todo un orden de cosas impuesto por los azares de la Naturaleza. En tierra, sólo podemos protegernos de sus acechanzas al abrigo de las cubiertas, cielos otros y a nuestro humilde alcance. Por ello el cielo es la morada de los dioses, precisamente porque no puede alojar en su seno a los mortales.
Los mortales somos, en definitiva, sujetos, sometidos al imperio cósmico del cielo.

Aletheia (III) El ser y el discurso


Vincent van Gogh (1853- 1890) Descanso en el trabajo (desde Millet) (1891)

No fue Heidegger el primero en averiguar que aletheia significa propiamente desocultación. Pero él nos ha enseñado lo que significa para la concepción del ser que la verdad tenga que ser arrebatada del estado de ocultación y encubrimiento. Ocultación y encubrimiento son correlativos. Las cosas se mantienen ocultas por naturaleza; “la naturaleza tiende a ocultarse”, parece que dijo Heráclito. Igualmente, el encubrimiento es propio de la acción y del lenguaje humano. Porque el lenguaje humano no expresa sólo la verdad, sino la ficción, la mentira y el engaño. Hay, pues, una relación originaria entre el ser verdadero y el discurso verdadero.
(Gadamer, 1989)

¿Es que hay una relación originaria entre el ser verdadero y el discurso verdadero?
Quizá lo que haya sea una llamada del ser verdadero hacia la conciencia humana que busca afanosamente dar con ella en la oscuridad. El discurso que busca la verdad más allá de la manifestación del fenómeno es apenas un instrumento puesto al servicio del afán por conocer.
O quizá no haya tal llamada, sino un insensato impulso de la conciencia hacia el mudo interior de las cosas, conjetura tras conjetura, y sin fin.

Aletheia (II) El discurso


Vincent van Gogh (1853- 1890) Dos jóvenes en una senda campestre (1890)

No fue Heidegger el primero en averiguar que aletheia significa propiamente desocultación. Pero él nos ha enseñado lo que significa para la concepción del ser que la verdad tenga que ser arrebatada del estado de ocultación y encubrimiento. Ocultación y encubrimiento son correlativos. Las cosas se mantienen ocultas por naturaleza; “la naturaleza tiende a ocultarse”, parece que dijo Heráclito. Igualmente, el encubrimiento es propio de la acción y del lenguaje humano. Porque el lenguaje humano no expresa sólo la verdad, sino la ficción, la mentira y el engaño. Hay, pues, una relación originaria entre el ser verdadero y el discurso verdadero.
(Gadamer, 1989)

¿Por qué el lenguaje humano, aparte de expresar la verdad, también incurre en la ficción, la mentira y el engaño?
Al respecto, ya se ha pronunciado Umberto Eco: porque el lenguaje puede mentir, es precisamente la razón por la que pueda decir la verdad. Si el lenguaje no pudiese errar, engañar o encubrir, no serviría para nada. Pero es esta condición de falible la que funda la posibilidad efectiva de que, en ciertas circunstancias, pueda alcanzar algo de verosimilitud, aproximarse siquiera algo a la verdad material.
Es el juego del lenguaje, en su doble compromiso con los significados y con las referencias a las cosas, el que da oportunidad a la aletheia de manifestarse.

Aletheia (I) El ser


Grigoriy Grigorievich Myasoyedov (1834 -1911) Tiempo de cosecha (1887)

No fue Heidegger el primero en averiguar que aletheia significa propiamente desocultación. Pero él nos ha enseñado lo que significa para la concepción del ser que la verdad tenga que ser arrebatada del estado de ocultación y encubrimiento. Ocultación y encubrimiento son correlativos. Las cosas se mantienen ocultas por naturaleza; “la naturaleza tiende a ocultarse”, parece que dijo Heráclito. Igualmente, el encubrimiento es propio de la acción y del lenguaje humano. Porque el lenguaje humano no expresa sólo la verdad, sino la ficción, la mentira y el engaño. Hay, pues, una relación originaria entre el ser verdadero y el discurso verdadero.
(Gadamer, 1989)

¿Por qué las cosas se mantienen ocultas por naturaleza?
En realidad, el problema me parece de índole cognoscitiva más que ontológica o metafísica. Lo que me parece que sucede es que sólo estamos en condiciones históricas de advertir, en cada estadio concreto, algo que parece emerger, el aspecto que muestran las cosas una vez que uno las mira con un determinado orden de razones. Las cosas no se ocultan en su ser. Es nuestro conocimiento de las cosas el que va revelando, según circunstancias históricas precisas, una emergencia fenoménica diferente.
La clave de la aletheia, entonces, no parece revestir una naturaleza ontológica particular de las cosas, sino que es un rasgo definitorio de las operaciones de nuestro conocimiento de las cosas, siempre aproximado, revisable, provisorio y conjetural.

Lo que vemos y lo que queremos ver


René Magritte (1898- 1967) El modelo rojo (1934)

Todo aquello que vemos esconde alguna otra cosa más, siempre queremos ver lo que está oculto a través de lo que vemos
René Magritte

Lo que vemos efectivamente es el resultado de nuestra acuidad perceptiva tanto como de nuestra disposición cognitiva. Vemos lo que estamos preparados para ver, para recortar ciertas figuras significativas y no otras, con respecto a un fondo perceptivo, región caótica donde prolifera el ruido y del que nos protegemos con una relativa ceguera.
Pero aquello que queremos ver está más allá de nuestros confines cognitivos. Tal es la condición humana: una mirada que va siempre un poco más allá de la frontera alcanzable por nuestro conocimiento dado en lugar y ocasión dadas.
Por esta virtud es que desarrollamos atisbos de realidad más allá de las primeras evidencias. Por esta virtud es que tenemos la empecinada esperanza de saber más del mundo que lo que éste parece brindarnos por las buenas.

Avecinarse


Émile Bernard (1868-1941) Cosecha al borde del mar (1891

Habitar es una empresa que no se realiza en soledad, aunque uno, a veces, se retire momentáneamente.
Habitar es avecinarse: la condición primigenia de todo habitante es la condición gregaria. El apartarse es siempre posterior; lo privado resulta de un segregarse de lo público. El habitante se constituye en gente, se constituye atrapado en una malla de vínculos sociales, se constituye por gracias de un nosotros, que es una primera patria. Es con respecto a sus vecinos que un sujeto toma primero, una condición de prójimo, esto es, puebla una proximidad. Sólo luego consigue apartarse, relativamente, a su fuero íntimo, a su recinto privado.
Ahora sí, en la concurrencia de la presencia, el emplazamiento y el avecinarse, puede entenderse la integración plena del habitar.

Emplazarse


Guy Rose (1867- 1925) Cálida tarde (1910)

Habitando, nos emplazamos.
Se trata de ocupar un sitio aviando espacio para producir un lugar. Desbrozamos claros en donde proyectar nuestra presencia a título de ocupación, de poblamiento. Nuestra presencia perturba ineluctablemente la naturaleza del sitio. Henos aquí, haciendo plaza, teniendo lugar.
El emplazamiento, tanto como el sentar los reales, son componentes ineludibles del habitar, pero aún no agotan la plenitud del sentido del concepto.

Sentar sus reales


Michael Ancher (1849 – 1927) Paisaje veraniego con dos jóvenes (1887)

Sentando nuestros reales, tenemos lugar.
Hacemos presencia: constituimos el lugar geométrico que puede indicarse, según corresponda, con yo/aquí/ahora. En la concurrencia simultánea de estas tres nociones empezamos a establecernos, comenzamos por detentar una esencial soberanía: el centro a partir de lo cual proyectar la categoría de lo nuestro.
Nuestro habitar tiene, como componente ineludible, un sentar nuestros reales. Pero, con ser esencial, tal componente no agota el sentido del concepto pleno del habitar.

Plumas ajenas: Pedro Azara


El arte se asocia a la verdad, el artificio a la falsedad y al engaño. El arte, curiosamente, se halla del lado de lo natural -el arte no debe exudar esfuerzo, sino parecer una acción espontánea, y las obras, semejantes a entes naturales, en las que no se percibe trabajo-, el artificio se asocia a las máscaras, a un elaborado y calculado trabajo. La valoración ética de ambos maneras responde a esta doble visión o vara de medir.
¿Es justo?
Pedro Azara, 2018

Miserias éticas de la arquitectura


Pieter Bruegel el Viejo (1525-1530 – 1569) Paisaje con caída de Ícaro (1558)

Los derroteros que sigue tanto el ejercicio profesional de la arquitectura, así como la formación académica de los arquitectos están llevando a la propia arquitectura a una situación crítica.
Por una parte, el desarrollo puramente técnico de la construcción apenas si se aplica al abaratamiento de los productos, a la rapidez en la ejecución y al más inapropiado gigantismo que tiene más connotaciones socioeconómicas empresariales que compromiso con los usuarios.
Por otra, el desarrollo autónomo y autosostenido del diseño arquitectónico apenas si se aplica a refinadas operaciones de puro ejercicio ideológico de un arte más deudor de presuntos maestros configuradores de buenas formas que de humildes y atentos servidores sociales comprometidos con la vida humana que allí se aloja.
Algunos —no todos— deberemos ocuparnos y preocuparnos por los destinos de los seres humanos habitantes, que demandan de suyo una arquitectura puesta al servicio de la condición humana de quienes la pueblan.

Oportunidad de distinciones

 


Mi penúltimo libro, La arquitectura de la humana condición situada, ha sido premiada con una mención en el Premio de Ensayo de Divulgación Científica

Habitar el tiempo (V) La noche


Adolf Pirsch (1859- 1929) Dama en escena nocturna (s/f)

Por la noche el cielo se ahonda en beneficio de los desvelados, de los escrutadores de signos, de los lunáticos.
Durante milenios, la noche se reservaba para el retiro, el descanso y el sueño. Pero nunca faltaron las excepciones. Los astros inspiraron adivinaciones y ciencias, sueños y especulaciones, delirios y reflexiones.
En la actualidad, con el uso y el abuso de la iluminación artificial, la noche se desdibuja de su ancestral papel de ocasión para lo Otro, su vocación de alternativa a la razón solar, su escenario de jardines perfumados y pesadillas.
Por ello, es necesario apartarse mucho de la ciudad que homogeneiza el decurso del tiempo. Lejos de allí, aún lucen las estrellas, los presagios y las ensoñaciones.
Porque es para ello que necesitamos las noches límpidas y hondas.

Habitar el tiempo (IV) El atardecer


Oswald Achenbach (1827 – 1905) Atardecer en Nápoles (s/f)

Es preciso observar que la belleza tópica de algunos atardeceres no debe ocultar su valor intrínseco, que es el de la sublimidad inherente al traspaso irrevocable de los umbrales.
Las fatigas cotidianas ceden paso a la hora de la vuelta, la ocasión general del regreso. Ha sido dura la faena y algo magro el resultado, como siempre, pero es un homenaje a la vida habitar el atardecer con el espíritu de quien cree haber cumplido con su vida en la jornada. Los últimos resplandores suelen ser los mejores: signos inequívocos de que, tras el sueño reparador, todo volverá a recomenzar. Tal es la confianza ingenua, la rutina de los días, la inercia de la vida cotidiana.
Toda vida que se precie tiene que disponer de una pausa propia y apropiada, a la hora del crepúsculo.

Habitar el tiempo (III) La tarde


Francis Cadell (1883 –1937) Tarde (1913)

Con el correr de la tarde, la luz vira hacia valores más cálidos, la atmósfera se carga de efluvios y las cosas mudan sus colores a matices más maduros.
Las lasitudes del día van acumulando esperas, las ceremonias se vuelven más cansinas y cada quien busca llegar a término en sus ocupaciones. Atardece y el tiempo vivido parece estirarse en un curso más sosegado.
El ritual inglés del té de las cinco parece señalar una suerte de conclusión de los ajetreos del día, una instancia de pausa social en donde se celebran, tácita y explícitamente, los acuerdos, los cierres, las conclusiones del día.
La vida humana parece madurar a su modo en las tardes y el acondicionamiento arquitectónico de las estancias que entonces se pueblan debe reparar en esta humana condición.

Habitar el tiempo (II) La mañana


Alfred Sisley (1839 – 1899) Amanecer en junio en Saint-Mammès (1892)

Por la mañana es cuando la luz natural, el aire y los colores de las cosas relucen límpidos, frescos, recién inaugurados.
Las renovadas energías de los cuerpos se aplican a emprender con ahínco los proyectos del día. Por ello, las cosas suelen lucir en su aspecto más prometedor. Para muchos es la parte de la jornada más propicia para la actividad, el estudio y el ejercicio corporal. Aunque hay excepciones, la habitación de la mañana suele vibrar con una especial intensidad. A través de las ventanas que dan al oriente, la luz solar energiza el fondo de las estancias, la brisa matutina ventila las alcobas aún aturdidas por los vapores del sueño y los colores de las cosas se prodigan en brillos y fulgores nuevos.
La vida humana puebla con cierto entusiasmo las mañanas y las arquitecturas basadas en el servicio atento a la condición humana deberían tener esto en cuenta.

Habitar el tiempo (I) El amanecer


A. Rötting (s/d) En la mañana (1840)

Hay un habitar el tiempo que sigue su caída ineluctable hacia el futuro, hasta el confín de cuando ya nada importe.
Pero también hay un habitar el tiempo que se prodiga en recurrencias cíclicas. Es un continuo recaer en ciertas vivencias que se suceden alternadas y constituyen aquello que llamamos vida, en el sentido cotidiano de la expresión.
Es así que todo parece recomenzar cuando atravesamos el umbral que une y separa el sueño de la vigilia. En el momento que la luz matutina nos inaugura y la frescura del nuevo día por vivir nos disipa las últimas nieblas del sueño.
Hora de levantarse. Hora de retomar la acción, posando los pies en el duro suelo de la vigilia. Hora de afrontar el espejo inclemente y el mundo que no se muestra mucho mejor.
Todo está por hacerse al amanecer. El acondicionamiento arquitectónico de la alcoba debería ajustarse con piedad y simpatía a las hondas solicitaciones de quien que se despereza.

Consigna: ¡Todo el poder a los habitantes!


Scipione Simoni (1853-1918) Patio italiano (1900)

La arquitectura, al servicio de la gente que la habita.
Podría ser una posible consigna sociopolítica para un ejercicio humanista de la profesión arquitectónica.
A sumarse.

Hacer tema de lo infraordinario


Antonio López García Lavabo y espejo (1967)

Ya lo planteó Georges Perec ¿cómo dar cuenta de ello, cómo interrogarlo, cómo describirlo?
Porque lo infraordinario puede constituir la clave secreta de la constitución estructural de la vida cotidiana. De la concurrencia causal de los objetos corrientes podría inferirse una serie sistemática de líneas significativas acerca de la vida de las personas en los lugares. Particularmente en aquellos emplazamientos densos en habituaciones, en actividades distraídas y rutinarias, en aquella vida olvidada de sí.
Todo el significado sobre la constitución efectiva del sujeto en su intimidad podría leerse en un humilde estante sobre un lavabo corriente.

Examen de las prácticas sociales de concepción del habitar (III) Significados


Richard Emil Miller (1875 – 1943) Ensueño (1910)

De la confrontación de los deseos subjetivos con los valores éticos emerge, a título de síntesis, los significados del habitar.
Porque es la cuestión crucial en nuestras prácticas sociales de concepción: ¿Qué significa, tanto en la vida real como en la vida soñada, habitar? Es preciso asociar virtuosamente ambos aspectos mediante un imperioso ejercicio de síntesis superior. Parte no menor del propio significado de nuestro vivir es lo que atribuimos al estatuto de nuestro habitar los lugares. Por ello es que debemos soñar con método, examinar con la imaginación y aunar con rigor significantes y significados de nuestras estancias y tránsitos en los lugares que efectivamente habitamos.
El reconocer y a la vez forjar significados en el habitar es la tarea imperiosa de hurtar nuestra vida cotidiana de la inanidad en que suele sumirse, por imperdonable descuido de nuestra propia condición humana.

Examen de las prácticas sociales de concepción del habitar (II) Valores


Frieseke, Frederick Carl (1874 - 1939) Tarde en el salón amarillo (1910)

¿Cuáles son los valores efectivamente puestos en juego por las formas profundas y genuinas del deseo?
El mero afloramiento de las formas del deseo de habitar no basta, si bien es una instancia ineludible. Es forzoso discutir a fondo los valores éticos implicados por los impulsores del deseo subjetivo. Cuando se discurre sobre valores éticos es cuando los deseos adquieren efectiva contextura social y no ya meramente individual.
Llegados a este punto debemos interrogarnos sobre las posibilidades materiales y sociales que aseguren a todos los actores sociales una cuota justa y equitativa de satisfacción relativa de tales deseos. No se trata de mínimos racionalizados en una sociedad y una economía inequitativas, sino de suficientes y adecuados consensuados en una organización social de iguales, de libres y de fraternos.
Sólo con el cultivo sociopolítico de valores éticos en el habitar se conseguirá que cada cual consiga, en la medida socialmente alcanzable, vivir como desea.

Examen de las prácticas sociales de concepción del habitar (I) Deseos


Eva Gonzalès (1849 –1883) El té de la tarde en la terraza (1875)

Cabe interrogar a fondo el alma del habitante ¿Cómo deseas habitar?
Para ello hay que desmontar las múltiples imposturas de la cultura y la ideología dominantes. Para llegar a la almendra misma del deseo, allí donde luce en la oscuridad, desnuda y auténtica. Esto exige un análisis en profundidad y un proceso de depuración subjetiva.
Por ello, es equívoco contentarse con las respuestas inmediatas, con las inercias rutinarias, con esas representaciones que primero aparecen en la superficie de la conciencia. Sólo un análisis profundo puede desenmascarar el deseo auténtico y genuino.
Y es ese deseo auténtico y genuino al que deberemos obedecer, si aspiramos a la consecución de las condiciones que nos haga posible alguna felicidad.

El derecho y el deber de cambiar


Joaquín Lavado Quino. Mafalda

El derecho a la ciudad es mucho más que la libertad individual de acceder a los recursos urbanos: se trata del derecho a cambiarnos a nosotros mismos cambiando la ciudad.
David Harvey

Para esto es necesario ejercer el derecho de cambiar la ciudad: para ser protagonistas conscientes de nuestro deber de cambiar como la sociedad que habita en ella.

Plumas ajenas: Manuel Delgado


No se ha pensado lo suficiente lo que implica este pleno derecho a la calle que se vindica para todos, derecho a la libre accesibilidad al espacio público como máxima expresión del derecho universal a la ciudadanía. La accesibilidad de los lugares que llamamos –se supone que no en vano– públicos se muestra entonces como el núcleo que permite evaluar el nivel de democracia de una sociedad. Esa calle de la que estamos hablando es algo más que una vía por la que transitan de un lado a otro vehículos e individuos, un mero instrumento para los desplazamientos en el seno de la ciudad. Es, por encima de todo, el lugar de y para la epifanía de una sociedad que se quisiera de verdad democrática, un escenario vacío a disposición de una inteligencia y de una ética social elementales, basadas en el consenso y en un contrato de ayuda mutua entre desconocidos. Ámbito al mismo tiempo de la evitación y del encuentro, sociedad igualitaria donde, debilitado el control social, inviable una fiscalización política completa, gobierna buena parte del tiempo una mano invisible, es decir nadie.
Manuel Delgado, 2018