La labor del urbanista es la de
organizar la quimera política de una ciudad orgánica y tranquila, estabilizada
o, en cualquier caso, sometida a cambios amables y pertinentes, protegida de la
obcecación de sus habitantes por hacer de ella un escenario para el conflicto,
a salvo de los desasosiegos que suscita lo real. Su apuesta es a favor de la
polis a la que sirve y en contra de la urbs, a la que teme. Para ello se vale
de un repertorio formal hecho de rectas, curvas, centros, radios, diagonales,
cuadrículas, pero en el que suele faltar lo imprevisible y lo azaroso. En su
vocación demiúrgica, buen número de arquitectos y diseñadores urbanos se
piensan a sí mismos como ejecutores de una misión semidivina de imponerle
órdenes preestablecidos a la naturaleza, en función de una idea de progreso que
considera el crecimiento ilimitado por definición y entiende el usufructo del
espacio como inagotable. Asusta ante todo que algo escape a una voluntad
insaciable de control, consecuencia a su vez de la conceptualización de la
ciudad como territorio taxonomizable a partir de categorías diáfanas y rígidas
a la vez -zonas, vías, cuadrículas- y a través de esquemas lineales y claros.
Espanta ante todo lo múltiple, la tendencia de lo diferente a multiplicarse sin
freno, la proliferación de potencias sociales percibidas como oscuras. Y, por
supuesto, se niega en redondo que la uniformidad de las producciones
arquitectónicas no oculte una brutal separación funcional en la que las claves
suelen tener que ver con todo tipo de asimetrías que afectan a ciertas clases,
géneros, edades o etnias.
Manuel
Delgado, 2017
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