Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (VII)


Albarrán Cabrera (1969)

Los seres humanos necesitamos ser encantados.
Hay en el habitar una importante dimensión afectiva que es preciso desplegar en todos y cada uno de los lugares que las personas ocupen. Los lugares deben enamorar a las personas toda vez que estas los hacen propios. Cada lugar poblado debe desenvolver su capacidad de seducción sobre el ánimo de los habitantes que allí celebran identidad, pertenencia y memoria.
Porque sólo lo que llegamos a amar es pasible de atención, cuidado y cultivo.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (VI)


Tasneem Alsultan

El habitar humano se construye siempre bajo un complejo agregado de reglas que definen un juego.
Por lo general, las reglas de los juegos sociales suelen suponer restricciones a las acciones individuales en favor de ciertos órdenes sociales de convivencia, más o menos pacífica y relativamente consensuados. También sucede que no todos los actores sociales detentan cuotas equitativas de poder, con lo que, el ejercicio de formular y hacer cumplir las reglas, proviene de una imposición socia asimétrica.
Pero una arquitectura humanista debe desarrollarse en el sentido de construir reglas que amparen tanto como promuevan la solidaridad intersubjetiva y la liberación generalizada. Sin dejar de ser, por ello, reglas.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (V)


Stephanie Sinclair

Los interiores habitados deben contar con la hondura conforme a la propia de los sujetos que los pueblan.
Es que las personas se abisman hacia su subjetividad y el lugar que habitan debe registrar, amparar y cultivar esa interioridad constitutiva. Porque las personas no son sucintas en su ser, es necesario que los lugares que ocupen se desarrollen en profundidad, a efectos de dar a cada sujeto su lugar apropiado. Y quien reivindica las honduras subjetivas particulares, asimismo lo hace con los abismos psicosociales propios de los grupos.
Si comprendemos esto, comprendemos que la arquitectura puede servir a la constitución liminar de las personas en lo que le es más propio: el lanzarse, a la vez, hacia adentro y hacia afuera.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (IV)


Jake Borden

El humanismo arquitectónico implica una superación histórica de la noción equívoca del Existenzminimum.
Allí donde el Existenzminimum se ensaña en confinar los cuerpos y las cosas, el humanismo arquitectónico se prodiga en holguras para que las cosas de la vida consigan estar a la mano, sí, pero cómodamente dispuestas para los rituales de su implementación. Porque hay una arquitectura de gestos del cuerpo en su relación con los atrezos que hay que comprender, respetar y amparar.
La arquitectura humanista supera la idea mezquina del empaquetamiento de los usuarios. Porque no se trata de meras cosas animadas necesitadas de un estuche ajustado, sino de seres humanos desenvolviendo las danzas de la vida. Y, en tales danzas, deben encontrar en cada gesto, las cosas de vivir a la mano. Todas las cosas.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (III)


Alec Soth (1969)

La amplitud conforme es quizá la dimensión primera del confort.
Es exigencia mínima y fundamental que el cuerpo desarrolle sus coreografías de modo tan adecuado como digno y decoroso. Por ello, la amplitud es la medida en que el cuerpo vivo en acción mide efectivamente el lugar habitado. Estas complejas operaciones deben acompasarse y conciliarse en los modos en que los sujetos se alían y compiten entre sí por las extensiones del lugar. La medida de la amplitud se manifiesta en los tonos diversos de las concéntricas esferas pericorporales mediante las cuales los habitantes danzan sus vidas. De esta manera, el acomodo conforme de las amplitudes supone un proceso meticuloso en donde el cuerpo se abre paso en espacio y tiempo, teniendo efectivo lugar.
Una arquitectura verdaderamente humanista debe considerar que debe un celoso servicio a la danza de los cuerpos habitantes, como patrón arquitectónico de composición y dimensionado fundamental, mediante la expresión de la amplitud conforme en todos y cada uno de los lugares habitados.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (II)


Tasneem Alsultan

Una poética arquitectónica humanista debe desarrollar un sutil sentido de las proporciones aplicado a la altura conforme.
El cuerpo y sus expansiones deben abrirse lugar no sólo apenas en un sentido físico, sino también ético y estético. Los gestos, las efusiones y las expresiones del cuerpo deben encontrar unas alturas que, a la vez, resulten adecuadas, dignas y decorosas. Así las alturas son adecuadas en atención a la seguridad, dignas en relación con la estatura moral de los habitantes y su condición especialmente localizada en sus circunstancias, así como resultan apropiadamente hermosas con arreglo a la debida proporción de las danzas de los cuerpos y la contextura general del lugar en donde se desarrollan.
El sentido de las proporciones aplicado a las alturas conformes es uno de los más entrañables compromisos de la arquitectura humanista.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (I)


Jindrich Štreit (1946)

Una arquitectura humanista comienza por ser concebida, desarrollada y resuelta a partir de la práctica de marcha del habitante.
Lejos de conformarse con los ejes geométricos del espacio abstracto, se compone con la práctica del lugar concreto, a lo largo del espacio-y-el-tiempo vividos. Así la composición de los lugares obedece a la ley del laberinto, de la sucesión de esferas, de la sucesión de umbrales. La profundidad perspectiva efectivamente hecha experiencia por el habitante es, por ello, la dimensión primigenia. La sucesión de los pasos, tanto en el andar acuciante como en el errar distraído debe configurar el sustrato compositivo de tal arquitectura.
Una arquitectura así se echa a andar, siguiendo de cerca la marcha de sus habitantes. Y cuando seguimos esta marcha, seguimos su vida. Como corresponde.

Examen de lo infraordinario (III)


George Georgiou (1961)

Una vez que nos situamos, podemos negar, a la vez, tanto el tránsito como la detención y, de este modo, nos constituimos en el umbral que nos corresponde.
Al fin llegamos a nuestra habitación del paso, de la frontera, del término. Al fin estamos y dejamos huella de Un Lado, pero afectados por la emergencia plena del Otro Lado. Nos constituimos como seres liminares, esto es, habitantes de comienzos y confines.
Asomarse a un espejo y trasponer una puerta tienen en común una sutil taciturnidad en donde nuestro acaso se reduplica en el lugar. Porque siempre estamos en el borde, expectantes. Porque somos ese borde. El borde que alía a la vez que escinde el pasado con el futuro, adelante con detrás, afuera con adentro.
Así es que llegamos a nuestra condición originaria, estremecidos defensores de los dinteles y los arcos.

Examen de lo infraordinario (II)


George Georgiou (1961)

Solemos incurrir en detenciones, cuando y en donde nos disponemos a esperar. Nos asentamos, sentamos plaza, nos paramos en la huella. El camino deja de serlo entonces para mudarse en un hito. Nos acodamos en el lugar recién consagrado.
Parece que mientras andamos, hablamos, pero cuando nos detenemos, escribimos. Es que nos registramos en nuestro lugar de quietud. Somos el cuerpo que escribe estoy aquí, cuando se realiza tal operación, porque no solo basta con llevarla a cabo, sino que hay que significarla en toda su futilidad. Es que tenemos lugar allí, en el lugar que hacemos —tan equívoca y tan legítimamente— nuestro.
Si andamos, practicamos un laberinto, mientras que estando construimos esferas. Constituyendo estancias, hacemos lugar a la habitación y comenzamos por detentar una morada. Luego reemprenderemos la marcha. Ahora es tiempo de darse el tiempo.

Examen de lo infraordinario (I)


George Georgiou (1961)

Con respecto a la marcha, sólo podemos estar razonablemente seguros que hemos operado una partida. En cuanto a una eventual llegada, sin embargo, todas son irresoluciones, salvo en un caso, del que nadie quiere hablar, por lo general. Así que todo es partir o, más bien, recomenzar el viaje que uno ha iniciado en aquellos lejanos tiempos en que dio sus primeros pasos, calurosamente festejados por sus familiares más cercanos.
Los recorridos cargan con el peso del significado de ser representaciones de toda la vida, reducida a su operación esencial e infraordinaria, que es constituir un andar, una expedición, una empresa. Por ello, el errar, el paseo, el despreocupado vagabundeo son verdaderas magnificencias que sólo se pueden permitir algunos en unas muy señaladas circunstancias. Por lo general, todos vamos recto, raudos y cabizbajos a nuestros asuntos.
Pero todo andar no es otra cosa que la elemental coreografía de nuestra condición primigenia de transeúntes, ambulantes precarios de una única peripecia.
El ir y venir constituyen, de este modo, alternativas ilusorias de un único deambular ajetreado entre los morosos comienzos y el postrero destino final.

El interés por lo infraordinario (III) La poética de la vida


Georges Perec

Lo que pasa realmente, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? ¿Cómo dar cuenta de lo que pasa cada día y de lo que vuelve a pasar, de lo banal, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual? ¿Cómo interrogarlo? ¿Cómo describirlo?
Georges Perec

La propuesta de nuestro autor es tan genial como quijotesca.
En efecto, es de esos emprendimientos cuya asunción es ensalzable, pero de consecución probablemente farragosa. Es que lo que vivimos, más allá de los eventos extraordinarios, merece una poética, además de un asedio científico riguroso. La poética, en todo caso es un juego de espejos, mientras que la indagación se da de lleno con la sustancia propia del habitar.
El autor de nada menos que un título como La vida, instrucciones de uso es un cultor de un asedio literario a lo infraordinario, y, al hacerlo, señala un camino para quienes, desprovistos de talento literario, no obstante, buscamos afanosamente la poética propia de la vida, para aprender algo de ella.

El interés por lo infraordinario (II) La poética de la vida


Georges Perec. La vida, instrucciones de uso

Lo que nos habla, me parece, es siempre el acontecimiento, lo insólito, lo extraordinario.
Georges Perec

Es forzoso rendirse a la evidencia del papel trascendente que tiene para toda literatura posible, la virtud poética del acontecimiento.
El suceso insólito es, por sí mismo, un signo de lo extraordinario que deja una marca en la superficie prístina del mundo vivido. La poética explota esta virtud, bien porque simplemente se hace eco de lo vivido, bien porque encuentra las mejores palabras para dar cuenta de esto. Quizá por ello la literatura, por lo general, acude al evento en busca de atención, interés y belleza. La virtud poética, entonces es propia del acontecimiento insólito y todo lo demás viene en añadidura. Pero, es preciso reconocerlo, en la poética de la vida no todo es, necesariamente, extraordinario.
Otro asunto de interés es la invocación de Perec a lo que nos habla. Hay una poesía primigenia en el decir, antes de la constitución de su registro escrito. Y este proferir es asunto más de la vida misma que la del poeta, que siempre viene después y en consecuencia. Porque la vida imita al arte cuando produce significados. Luego es que el arte poético produce sentido al referirse a lo que vive.
Así, la escritura de la vida no es más que un signo durable de un signo fugaz de habla que es signo. a su vez, del evanescente declinar de las cosas de la vida. Con tan complejas operaciones semióticas es esperable que prevalezca apenas lo extraordinario.

El interés por lo infraordinario (I) La escritura


Georges Perec

Escribir: tratar de retener algo meticulosamente, de conseguir que algo sobreviva: arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava continuamente, dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca o algunos signos.
Georges Perec

La vida, ha reparado nuestro autor, se deja pensar como un vacío que se excava continuamente.
Hay entonces en el curso de las cosas de la vida una evanescencia general, continua y crónica. Las cosas de la vida incurren en esfumarse o disiparse y declinan hacia las honduras del tiempo ido. Los flujos de la vida se evaporan sin remedio y sin cesar.
Puede pensarse que existe un virtuoso espíritu de contradicción o un gesto patéticamente desesperado en un autor que se empecina en que algo sobreviva, que algo quede sustraído al continuo decaer de las cosas. Sin embargo, el asunto es de otra naturaleza, según me parece.
Lo que puede retener meticulosamente la escritura es precisamente el curso de los surcos que va dejando la vida en las cosas según corren los tiempos. Las palabras no pueden dar cuenta de ninguna migaja de vacío. Los signos de la escritura tienen como referencia exactamente los signos que la vida va imprimiendo en la piel del mundo. Por ello, la poética literaria del escritor es, en todo caso, una poética de segundo orden, es una poética ancilar que se debe a la propia poética de lo que la vida les inflige a las cosas.

Ceremonias del habitar


Niki Gleoudi (1991)

Mientras que los patrones de habitación constituyen elementos fundamentales de sentido, es preciso abordar también el estudio de las ceremonias del habitar, esto es, unidades relativamente más complejas de significado.
Entenderemos aquí por ceremonias del habitar unos complejos estructurados de acciones, dotados de una fisonomía diferencial que aparecen, en la vida corriente como signos de su diversa manifestación. Así, se deconstruirán ceremonias tales como el sueño, la elaboración de los alimentos, la limpieza corporal y la interacción social. A la vez, se compararán sucesivamente sus diversas fisonomías, de modo de descubrir los modos en que, por obra de la ritualización y la habituación, consiguen resignificarse. Porque en estas acciones, las personas no sólo actúan de modo observable, sino que, además —y lo más importante– construyen significados que debe ser correctamente interpretados.

Taciturnidad


Frank Ward (1949)

Repárese en la sociabilidad huraña y taciturna de la ilustración.
Los viandantes hacen apenas una pausa para ahondarse primero en sus vasos y apenas destinan su soslayo para la prevenida guardia del Otro. Este otro puede resultar un confesor o una conquista, vaya uno a saber. En todo caso, tras los codos se abren abismos de incertidumbre donde todo está por suceder y también por donde todo puede precipitarse hacia el olvido. Y las dos cosas, quién sabe en qué orden de prelación.
Es una fortuna contar con un espejo tras el mostrador. Aparte de las sustancias espirituosas que se sirven allí.

Lo que queda del día (IV)


Peter Merts (1950)

Las arquitecturas abandonadas, si bien guardan la escritura de la vida que ha sido, no constituyen, sin embargo, un epitafio.
La vida no ha muerto allí, sino que ha desaparecido sin destino conocido. No obstante, el lugar testimonia las heridas de su condición de antaño. Se trata de una ruina arquitectónica más que constructiva. Porque el interruptor puede operar, quizá, la apertura o clausura de los circuitos correspondientes, pero ha desaparecido la razón para que alguien juzgue del caso realizarlo.
En las arquitecturas abandonadas es donde podemos apreciar, de modo particular, sobre lo que hay que agregar de sentido a una construcción para que llegue a ser, en forma cabal, una arquitectura. La arquitectura es algo distinto que una máquina para habitar, no está de más repetirlo.