Sam Abell (1945-
)
El viandante que circula o que se
detiene en este o aquel otro punto de su recorrido, en efecto, discurre, en el
triple sentido de que habla, reflexiona y circula. De un lado, el usuario
habla, dice, emite una narración al mismo tiempo que se desplaza, hace
proposiciones retóricas en forma de deportaciones y éxodos, cuenta una historia
no siempre completa, no siempre sensata. También, en efecto, ese usuario
piensa, en la medida que suele tener la cabeza en otro sitio, está en sus
cosas, va absorto en sus pensamientos, que –a la manera del Rousseau de las
Ensoñaciones del paseante solitario– no pocas veces plantean asuntos
fundamentales sobre su propia existencia. Por último, el usuario del espacio
público pasa, es un transhumante, alguien que cambia de sitio bajo el peso de
la sospecha de que en el fondo carece de él. Esa molécula de la vida urbana, el
viandante, es al mismo tiempo narrador, filósofo y nómada. Dice, piensa, pasa.
Lo que lleva a cabo es una peroración, un pensamiento, un recorrido.
Manuel
Delgado, 2017
Entre
los urbanitas se destaca, como si de una primera especie se tratase, la
omnipresencia de los viandantes, gentes que van y vienen sin cesar.
El
paisaje urbano, entonces, registra una miríada de laberintos, de pequeñas
peripecias y de intercambio constante de posiciones. Es preciso meditar cómo se
estructura, de modo concreto, la arquitectura del paisaje de la ciudad a través
de estas constantes prácticas de la marcha. Una marcha que el urbanismo
mecanicista y reductivo trata apenas como circulación, cuando se trata de una
frenética actividad de interpelación al sistema de lugares que conforma una
ciudad.
Cabe
preguntarse si acaso estamos sólo asomándonos a una entrevisión de la verdadera
arquitectura de la ciudad sólo cuando comprendamos en profundidad el modo en
que los viandantes la construyen, en su andar que parece, por otra parte,
siempre falazmente distraído y algo olvidado de sí. Los urbanitas construyen la
forma palpitante de la ciudad como la cadencia de sus pasos.