La estructura profunda de la casa (VI)


Bert Teunissen (1959)

Es en el umbral de la casa que se abisma una dimensión propia de los interiores: la profundidad histerotópica, esto es, la profundidad que los habitantes debemos prospectar en las cavidades habitadas. Puede confundirse con la profundidad perspectiva, pero es crítica una diferencia. Mientras que la profundidad perspectiva se desarrolla en un medio diáfano en torno a la marcha libre, la profundidad interior sólo se consigue vivir con un meticuloso proceso de adentramiento a través de un medio que se resiste opacamente a su prospección. Traspuesto el umbral, es preciso desbrozar el lugar, vencer su resistencia, conquistar el lugar propio, hacerse uno el lugar.
La habituación de la estancia, la recurrencia de las irrupciones hace que la casa sea el lugar interior por excelencia, lugar de adentramiento real, imaginario y simbólico tan pleno como nos es dado conocer en la vida. La casa es en donde morosamente nos construimos un lugar propio y en donde aprendemos en las arrugas de la vida cuánto nos cuesta todo ello.
Así, las marchas de la existencia tienen un esencial diferenciación y alternancia. Por una parte, la marcha propia del viandante, por otra, la circunspecta intromisión del habitante de las cavidades. La arquitectura de la casa es el punto de cruce maestro entre estos dos andares.

La estructura profunda de la casa (V)


Bert Teunissen (1959)

Según vamos marchando por el mundo, vamos apropiándonos de ciertas cosas a la mano, con el fin de operar en la vida. La casa es el punto del camino en que concentramos, acumulamos y disponemos más cosas sujetas a los rituales de la manipulación. Se trata de una estación estratégica en donde recuperamos energías e informaciones sobre lo que nos acontece en el camino, así como consideramos reflexivamente las cosas del vivir.
Estando en casa es que nos rodeamos de una colosal parafernalia de chismes significativos que se nos confabulan con la empresa de existir. Así, nos circunda el atrezo, la arquitectura de cosas, cada una de ellas un auxilio en la tarea compleja de construirnos la vida. Cada una de ellas al alcance del gesto habitual.
La puerta de la casa es una frontera por donde circulan, a veces con frenesí, las novedades, las chucherías, las queridas cosas nuestras. Algunas se quedan por años y décadas, mientras otras vuelven a cruzar, raudas y hacia afuera, avergonzadas con su rótulo de desperdicios. Los umbrales de la casa deberían quizá contar con torvos aduaneros que nos recordasen, una vez sí y otra también: ¿Necesitas eso, verdaderamente?

La estructura profunda de la casa (IV)


Bert Teunissen (1959)

En las andanzas por el mundo, por lo general ancho y ajeno, sucede en la ocasión de la casa el verdadero lugar para experimentar, allí, la amplitud de lo propio. Llegar a un punto donde situarse uno a sus anchas es una de las fortunas de dar con la casa. Esta es aquella instancia en el camino en que la apertura del gesto mide, por excelencia, lo propio.
Estando en la casa, el aposentarse supone una expansión controlada del sí mismo. La estancia, entonces, es de un modo preciso, digno y decoroso, cosa amplia, o, más bien, una instancia de la más legítima demanda de amplitud. El confort elemental de una habitación se funda en el modo en cómo responde al gesto de la apertura de los brazos.
Estos ensanchamientos, corporales tanto como existenciales, tienen una crítica constricción en los umbrales. De una gran mansión a una humilde choza: todo empieza midiéndose con el ancho de sus puertas. Porque a una casa magnífica se le accede con un gesto de apertura no menos grandilocuente, mientras que, por la escueta puerta de una choza, uno apenas se inmiscuye furtivo y a veces hasta de costado.

La estructura profunda de la casa (III)


Bert Teunissen (1959)

En el deambular constante que implica la vida, hay una especial peculiaridad de una altura conforme de los ámbitos de la casa. El microcosmos doméstico tiene su firmamento situado a la altura moral de los habitantes. Estos extienden el lugar por sobre sus brazos en alto para alojar allí el tono general de compostura íntima.
En las situaciones de estancia, es hacia esta altura donde se elevan los sueños, las ideas, los deseos, tanto privados como compartidos. Mientras tanto, abajo, la vida se debate en afectos, esfuerzos y habituaciones. Estando en la casa, cada habitante hinca su constitutivo aquí sobre la tierra. Demorándose en la casa, cada habitante aprende a constituir un abismo de concéntricas esferas. Así como descubre la virtud de situarse, en ciertos puntos del laberinto que transita, haciendo suyos ciertos emplazamientos.
Pero en donde se estremece el sutil sentido de la altura en el habitante es en la trasposición de umbrales. Un inquietante signo estremece su cuerpo cada vez que atraviesa uno. Es con la puerta de la casa que nos instruimos para cruzar todo otro umbral con la circunspección debida. Bajando ligeramente la cabeza.

La estructura profunda de la casa (II)


Bert Teunissen (1959)

Una casa es un punto singular en la marcha de cada viandante.
A una casa puede considerársela una instancia sistemática de vuelta, de retorno de los pasos, de foco habitable de una profundidad perspectiva de la propia vida. Es desde la casa que se recupera las energías para retomar la marcha y es desde sus ventanas que adviene lo que vendrá. Pero, por mucho que nos alejemos, casi nunca perdemos la entrevisión fundamental de la senda del regreso a ella. La casa, así es un hito que hilvana sucesivos y crónicos circuitos de ida y vuelta.
La casa, por otra parte, es el escenario por excelencia de la estancia estratégica, el lugar en donde se aguarda, se guarda y se acecha y se cosecha. De todos los lugares en donde sentar plaza, la casa tiene un lugar jerárquico fundamental. Según se esté en casa, así se estará, eventual y circunstanciadamente, en el trabajo, en el estudio o en el entretenimiento.
Pero, con mucho, la casa tiene su instancia decisiva como umbral. En la puerta de la casa se unen y separan los conflictivos territorios públicos y los privados. En la puerta de la casa se asocian y oponen los lados interiores y exteriores de la existencia. En la puerta de la casa se dejan salir tanto como se confinan los ámbitos social y doméstico. La casa es ese contradictorio y ambivalente umbral que atraviesa la profundidad perspectiva del habitar.


La estructura profunda de la casa (I)


Bert Teunissen (1959)

Tiempo ha1, en este blog se preguntaba por una apenas entrevista estructura profunda de la casa.
En aquella oportunidad, se aclaraba que no se trataba de la estructura física de la cosa construida, sino de la constitución relacional de la intimidad protegida, esto es, el entramado de vínculos comprendidos por las personas entre sí y con la casa que pueblan, constituyendo una entidad microsocial que aún solemos denominar familia, por lo general.
Ahora parece oportuno dar cuenta de cada una de las dimensiones humanas de la casa, medidas por las actividades que en ella desempeñan sus habitantes

1 Publicado el 13 de agosto de 2019

Lo que quedará de nosotros


Peter Tonningsen (1960)

En esta ocasión, la técnica del fotógrafo ha conseguido borra toda traza de vida humana para que apenas si subsista la acumulación de cosas construidas.
Esto es una naturaleza muerta.

El instante decisivo


Christian Coigny (1946)

No hay nada en este mundo que no tenga un momento decisivo
Cardenal de Retz, citado por Henri Cartier-Bresson

La luz dibuja, incansable. Hasta que el fotógrafo descubre el instante decisivo.
Es entonces que las cosas revelan sus secretas afinidades, sus cualidades más circunspectas, sus silenciosos conciertos. La magia de la fotografía consiste en un hurto furtivo de instantes. Tal contravención no penable por la ley se vuelve virtuosa cuando nos permite reparar en aquello que el flujo del tiempo trata como evento efímero y que la conciencia apenas registra en su crónica desatención.
Es por obra del escamoteo de momentos decisivos que podemos aprender a volver al manar de la vida con unas contundentes advertencias sobre la contextura sosegada de las cosas.

Conatos (II)


Christian Coigny (1946)

Sólo cuando el atrezo está compuesto es que la vida puede tener lugar.
El atrezo se compone según la adecuación funcional tanto de los elementos en sí como en sus relaciones mutuas, también según las reglas de la etiqueta que dan la nota de dignidad a cada situación y según, en fin, a las previsiones del decoro. De esta manera, las cosas útiles de la vida ofrecen al habitante unas estructuras mediadoras entre los lugares físicos y las coreografías cotidianas. Pero aún es sólo un conato de vida.
La vida sucederá sólo cuando el habitante tenga lugar en su mesa, afirmado en su silla, sirviéndose de su mesa cubierta por el decoroso mantel y asistido por su servilleta. La vida sucederá cuando los objetos consigan significar, en los hechos, lo que portan como signos. La vida sucederá en ocasión en donde los cuerpos de las personas afirmen y nieguen, a la vez y con su presencia inquietante, el orden necesario de las cosas.

Conatos (I)


Christian Coigny (1946)

Vivimos inmersos en una cambiante arquitectura de cosas.
Cada actividad vital supone la previa disposición del atrezo con que desempeñaremos la recurrente costumbre de habitar. Pero antes que tal atrezo consiga su forma debido a la etiqueta y el protocolo de cada circunstancia, es preciso acondicionar el lugar. Es en este preciso instante en que la vida es un conato: cuando los elementos del atrezo se desplazan de su composición regular para hacer lugar a la limpieza.
Cada elemento aguarda, en un vocabulario, el momento de decir su palabra a la vida: así sea silla, mesa, mantel. Los cuerpos vivos usan estos elementos para escribir su propia historia cuando dan lugar a una oración tal como He aquí el comedor servido. Así, día tras día. Reescribiendo el lugar, cabe el espacio y el tiempo.

Las cosas


Christian Coigny (1946)

Toda vez que una cierta reunión de cosas obtiene el logro de ser registrada por una obra artística, se vuelve merecedora de la dudosa caracterización de naturaleza muerta.
Esto, desde el punto de vista poético, puede considerarse deshonroso: las cosas, en su mutua implicación con las personas que pueblan los lugares son, en verdad, naturalezas vivientes. Es por esta condición que pueden conmovernos cuando yacen desamparadas en la imagen. Un cartón parcialmente desenrollado en el piso conserva la impronta del gesto de quien allí lo situara en su momento. Un escobillón recostado contra una pared apenas si descansa de las fatigas de la labor que ha limpiado el suelo de la escena. Los taburetes aguardan con ansia indisimulada que en ellos se posen las modelos.
Mucha naturaleza, por cierto, pero todo menos muerta, sino repleta de vida taciturna.

Once años


Albrecht Dürer Cabeza de un apóstol (1508)

Como desde aquel entonces, solitario, cabizbajo y meditabundo.

El texto fotográfico


Christian Coigny (1946)

La música callada,
la soledad sonora
San Juan de la Cruz

Entre los años 1959 y1967, el compositor catalán Frederic Mompou compuso su Música callada.
En esta fotografía hay una virtud que opera haciendo irresistible la asociación de ideas. Algo ya ha sucedido y lo que resta es silencio. El umbral de la puerta es la instancia clave, mientras que los objetos, impávidos, son hitos en la retirada irreversible del acontecimiento. La luz se detiene, escrupulosa, sobre los pormenores de las formas, para que quede todo verazmente consignado y cada cosa pueble el lugar que le corresponde.
Hay en la escena una sonora soledad, ahora que todo ha acontecido. La imagen fotográfica es el texto de un concluyente punto final.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (XIV)


Christy Lee Rogers

Una poética arquitectónica humanista no debe olvidar nunca que los lugares habitados son, ante todo, regiones respirables.
Estas regiones respirables son a las que volvemos una y otra vez atraídos por las fragancias entrañables de la vida. Es preciso promover, amparar y cultivar con método y sensibilidad tales aromas. Para que nos complazca recaer en nuestros lugares y circunstancias.
La dimensión osmotópica de la vida es una magnitud discreta, elegante y a la vez, primitiva que informa de las virtudes vivideras de un lugar.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (XIII)


Dave Anderson (1970)

No alcanzan, ciertamente, las dimensiones de mero buen sentido. También es preciso considerar las magnitudes de la magia.
La luz merece ser objeto, por cierto, de una cuidadosa administración, pero también es indiscutible su valor como exhorto fascinante. Por obra de la radiación luminosa, por los juegos de las penumbras y por labor de las sombras, la arquitectura seduce en la dimensión que le es más propia. Una arquitectura humanista no debe resignar la dimensión superior de la magia. Las personas la merecen


Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (XII)


Alec Soth (1969)

Hay arquitecturas geométricamente rigurosas, así como inclementes en una verificable frialdad, física cuanto simbólica.
Una poética arquitectónica humanista se desvela por una consecución de productos que se juzgan ante todo y en principio con la piel. Por ello relega todo aspecto que haga soslayar esta consideración. Abrigar y guardar los cuerpos al reparo de los extremos térmicos es el punto de partida y la medida final fundamental de las virtudes arquitectónicas.
Porque el juicio de la piel apenas estremecida es determinante para una arquitectura puesta al servicio de las personas.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (XI)


Mike Brodie (1985)

Vivimos en una honda caja de resonancia de la música de la existencia.
El lugar oye tanto como nuestro ser y se prodiga en ritmos, armonías y melodías tanto como lo hace nuestro cuerpo palpitante de vida. Por ello es imperioso temperar tanto los instrumentos cuanto con los ámbitos en donde suceden los sonidos. Por ello es preciso completar mediante la arquitectura el escenario de todas las inspiraciones y todas las efusiones. Por ello es obligada la consideración del lugar como ámbito sonoro que registra los pulsos de la respiración social.
La arquitectura humanista es, literalmente, aquella que promueve, procura y dobla los cantos a la vida.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (X)


Jake Borden

Así como en el horizonte miramos hacia adelante, hacia lo que vendrá, recíprocamente dejamos a la espalda la vida ya vivida. Y perseveramos recordándola.
Una arquitectura humanista debe prodigarse en los lugares de memoria, en las zonas de reserva y en los tesoros de la evocación. Las cosas de vivir, atesoradas en el espacio tanto como en el tiempo, conservan, en su reunión, en sus mutuas relaciones y en su composición significativa, la constitución de una arquitectura efectivamente vivida que es preciso amparar del olvido y el abandono.
Persistimos en nuestro ser mientras conservamos la facultad de conferir sentido al orden de nuestras cosas.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (IX)


Jindrich Štreit (1946)

En un sentido existencial, las personas habitamos un horizonte. Y en este horizonte hay, adelante, un punto singular, que es el lugar de lo que vendrá.
La arquitectura humanista se compromete con el amparo de tal horizonte. Es preciso que siempre tengamos el mundo organizado según la línea que separa las cosas de la tierra de las del cielo. Es preciso modular cercanías y lejanías, advenimientos y fatigas, sembrados y cosechas. El lugar de las personas siempre comprende uno y otro lado, porque habitamos su región fronteriza.
La poética arquitectónica es una poética de oteros, terrazas y amplios balcones vueltos a lo que vendrá.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (VIII)


Mike Brodie (1985)

Vivimos tiempos en que la baratura comercial de las cosas abomina de la gloria del trabajo implementado en ellas.
El trabajo y su valor están en cuestión: el primero entendido como penuria y el segundo con su mísera asunción como costo. Las cosas se quieren fáciles, baratas y desechables.
Pero una poética arquitectónica humanista reacciona vivamente contra esta ideología dominante. Los lugares del hombre se consiguen sólo con esfuerzo peculiarmente valioso de las personas, que aportan la imprescindible cuota de valor a las cosas del vivir. En virtud de ello, el trabajo debe ser adecuadamente valorado, dignamente considerado y decorosamente tratado en la conciencia social.
No nos merecemos lugares baratos. Nos merecemos lugares valiosos.