Dejemos que las cosas hablen


Lorenzo Meloni (1983- )

En esta ocasión, cualquiera de mis palabras serían una torpeza. Prefiero hacer silencio para que el discurso de la fotografía diga lo suyo.

Márgenes


Maciej Dakowicz (1976- )

Nuestras urbanizaciones, a la vez que atraviesan los límites propios de la ciudad, proliferan en márgenes.
Me explico. La urbanización difusa, en la actualidad, rarifica el carácter propio de la ciudad a fuerza de extenderse sobre el territorio de manera inorgánica, inconexa e ingobernable. Pero esta extensión se realiza a costa de trazar márgenes en donde pueblan, de un lado y de otro, diversas —y antagónicas—condiciones de urbanitas. De un lado, los integrados al sistema de producción y consumo; del otro... los disfuncionales, los carentes, los habitantes de ominosa catadura que, no obstante, siguen siendo, empecinadamente, urbanitas. De un lado, los servicios, los bienes y las vigilancias; del otro los restos, los detritos y las miradas furtivas y al acecho.
Al paso que vamos ¿cuánto tiempo pasará para que terminemos arrojados al otro lado del margen? Porque lo que a la ciudad formal le sobra siempre es gente.

Los urbanitas y el fuego


Sergey Maximishin (1964- )

La condición de habitante urbanita implica un considerable gasto energético.
Nos estamos cociendo en una gigantesca hoguera que afrenta el aire con sus humos. Los urbanitas desarrollamos un estilo de vida que tiende a agotar nuestros recursos energéticos finitos. Expoliamos el fuego a la vez que sobrecalentamos la morada común. La lucha por algo que quemar vuelve más hostiles a los lobos del hombre.
¿En qué dirección dirigir nuestros ruegos, imprecaciones y expectaciones para cambiar el rumbo antes del desastre definitivo?

Los urbanitas y la tierra


Hollie Fernando

Los urbanitas devastamos la tierra.
A fuerza de tratar meramente con un abstracto suelo, que sólo conserva magnitudes de rentable superficie edificable, nos desentendemos de la tierra concreta. Mientras que las raíces de los árboles se abisman en los miserables alcorques, nos contentamos con pisotear las superficies con ímpetus abandonados de sí. Olvidamos que, antes o después, regresaremos a ella, porque de ella provenimos.
¿Se ha reparado en el hedor pestilente que despiden las zanjas que se abren en la tierra ciudadana? Es el olor de nuestra mísera condición de vertedores nauseabundos.

Los urbanitas y el agua


Claudia Wycisk (1985- )

Por donde anda la vida, circula el agua.
Los urbanitas no tratamos este elemento como se merece. Explotamos con rapacidad las fuentes, desperdiciamos su suministro, insignificamos su valor material y simbólico, y la vertemos, sucia, a los mismos lugares desde donde la extraemos, que es este planeta que nos va quedando cada vez más chico. Los urbanitas no deberíamos olvidar que se trata de un recurso a veces limitado, que algún día constituirá un delito ambiental penado su mal uso y quizá sólo la justipreciemos cuando escasee de modo crítico. Los urbanitas deberíamos volver a homenajearla en fuentes públicas que enseñen a los niños de mañana de qué se trata este elemento.
No deberíamos condenar el agua siempre a las ocultas cañerías: deberíamos, en cambio, formar con estanques unos espejos para podernos reconocernos allí.

Los urbanitas y el aire

Diana Markosian (1989- )

De las atmósferas que gustamos respirar (y que nos resultan, por otra parte, inspiradoras) las ciudadanas no son, por lo general, las preferidas.
Y, sin embargo, con todo su complejo mefitismo y con toda su efectiva contaminación, son las atmósferas que respiramos y que nos inspiran el día a día corriente. Por lo que corresponde que acondicionemos la ciudad, cuidemos los vientos y examinemos las prácticas sociales que afectan la calidad del aire. La ciudad es una atmósfera que volvemos desagradable por culpa de nuestro estilo de vida insostenible.
¿Merecemos esta continua inmersión en la maloliente esfera en que quemamos hidrocarburos en forma intensiva? ¿Merecemos este húmedo calentamiento global? ¿Merecemos este aire envenenado?

El derecho a habitar del urbanita


Max Pinckers (1988- )

El derecho a habitar la ciudad es mucho más que el derecho a servirse de un bien útil o disfrutar de sus atractivos.
Es el derecho a intervenir en su conformación física, social y política. Es el derecho a contribuir a generar reglas de convivencia, a vivirlas y a construir los consensos que vuelvan razonable la obediencia a ellas. Es el derecho a generar los contenidos humanos que confieran sentido específico y diferencial a tener lugar allí y en un entonces.
Habitar un lugar, para un urbanita, es detentar el derecho a la adecuación, a la dignidad y al decoro en las condiciones integradas de la vida social tal como puedan ejercerse en la ciudad que la comunidad erige, desarrolla y gestiona.

El derecho a la ciudad


Guillaume Darribau (1978- )

El Derecho a la Ciudad amplia el tradicional enfoque sobre la mejora de la calidad de vida de las personas centrado en la vivienda y el barrio hasta abarcar la calidad de vida a escala de ciudad y su entorno rural, como un mecanismo de protección de la población que vive en ciudades o regiones en acelerado proceso de urbanización. Esto implica enfatizar una nueva manera de promoción, respeto, defensa y realización de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales garantizados en los instrumentos regionales e internacionales de derechos humanos,
Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad, 2004

La formulación del derecho a la ciudad comienza por dar un importante paso que trasciende la vivienda como objeto para diseminarse sobre el lugar efectivamente poblado.
No es sólo un cambio de tipo cuantitativo y territorial sino, por el contrario, es una mutación cualitativa y multidimensional que afecta, en definitiva, a nuestra condición humana de seres situados. Mediante la formulación del derecho a la ciudad se comprende de modo mejor integrado la índole humana de nuestro derecho a habitar lugares adecuados, dignos y decorosos, entendido que estos deben conformar, necesariamente, un todo estructurado. Este todo estructurado, en el presente estadio de la conciencia social, se deja llamar ciudad, por representar esta realidad social y este concepto la unidad mejor reconocible.
El derecho a la ciudad preludia el más complejo y profundo contenido del derecho a habitar.

La ciudad como arquitectura sistémica de lugares (III) Laberintos


Fernando Gordillo (1933- 2015)

La arquitectura sistémica de lugares que constituye una ciudad se ve atravesada, de un modo singularmente complejo, por una proliferación de laberintos.
Por estas sendas deambulan frenéticamente personas, bienes y signos. Llamamos, entonces, ciudad a ese entrecruzamiento de laberintos que es la clave de su secreta riqueza, a la vez que constituye su estructura materialmente sustentante. Son los intercambios, las traslocaciones, los tránsitos los que dan el pulso vital —a veces febril— de eso que se deja denominar con propiedad, ciudad.
La comprensión profunda de la ciudad como arquitectura sistémica de lugares hará posibles las necesarias operaciones de una poética arquitectónica humanista que, a la vez que consiga el renacimiento de la ciudad histórica, libere a sus urbanitas de su penosa situación actual.

La ciudad como arquitectura sistémica de lugares (II) Esferas


Fernando Gordillo (1933- 2015)

Caracterizar a una ciudad como una arquitectura sistémica de lugares implica constituir un punto de vista especialmente comprometido con la vida urbana.
Las personas, en esta asunción, son las protagonistas activas de la construcción de la ciudad a partir de la constitución de diferentes esferas que integran en un todo integrado los ámbitos íntimos, particulares, familiares, comunitarios y ciudadanos mediante una articulación propia y diferencial. Cada urbanita tiene efectivo lugar y desde su población particular tiende radios de solidaridad y distanciamiento intersubjetivos que moldean el ámbito ciudadano. Cada habitante es un foco estructural desde donde irradia una peculiar contextura espacio-temporal hacia los vecinos. Pero la ciudad no es un simple agregado de esferas individuales, sino el concierto variopinto aunque sistémico de sus mutuas superposiciones.
La ciudad es, en cierta forma, una esfera habitada cuya peculiar arquitectura le confiere forma a la vez que significado.

La ciudad como arquitectura sistémica de lugares (I)


Jaanus Jamnes (s/d)

Recordemos cómo el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define el término ciudad.
Conjunto de edificios y calles, regidos por un ayuntamiento, cuya población densa y numerosa se dedica por lo común a actividades no agrícolas.
Esto puede hacernos pensar que el agregado de edificios en concurrencia con el ámbito público constituye la sustancia de la ciudad. Así existiría una consustanciación entre la arquitectura de los edificios y la consecuente urbanización: el encarnizamiento constructor de los arquitectos constituiría por agregación las ciudades. Hay que reconocer que esta es una idea bastante tosca y —lo demostraremos de modo sucinto— errónea.
Lo que define sustancialmente una ciudad es una comunidad de asentamiento específicamente estructurada por su densidad y número, así como por su particular estilo de vida que puebla una arquitectura sistémica de lugares. Las personas —a título de urbanitas— tienen efectivo lugar allí, en la ciudad y esto significan que ocupan un sistema complejo, unitario y estructurado de lugares que prolifera tanto en acondicionamientos particulares como como ámbitos públicos que los asocian. Es la comunidad humana de urbanitas la sustancia viva de las ciudades y no el agregado de edificios y calles. Estos últimos elementos son apenas una consecuencia productiva de la existencia de las personas que allí tienen lugar.
Ese tener efectivo lugar es el hecho constitutivo de la ciudad. Y lo demás viene en consecuencia.

La ciudad del humanismo triunfante


Marcel Hartmann (1965- )

Si hubiese una futura ciudad luego y a pesar de la presente urbanización sin ciudad, esta debería ser, sin duda, la ciudad del humanismo triunfante.
¿Cómo sería tal ciudad? Difícil saberlo y pormenorizar sus formas edificadas y sus ámbitos públicos. Pero es sensato anticipar que las justas pretensiones de los urbanitas dejarán su impronta en el contenido social que rebullirá hasta conseguir su mejor buena forma. La ciudad del humanismo triunfante será, sin duda, la expresión necesaria de una sociedad en donde la vida humana conquiste el lugar central y hegemónico que ha perdido hoy.
Soñemos con empeño en una ciudad así.

La condición urbana


Frank Herfort (s/d)

Nos guste o no, nuestro futuro tiene a la condición urbana como destino fatal.
Viviremos todos según unos patrones, unos modelos y unos modos de vida marcados por la condición de urbanitas, sea donde sea que nos emplacemos particularmente. De esta forma, es forzoso rendirse a la evidencia y ejercer el papel correspondiente con la más honda conciencia de sí, aprovechar lo que se dé y producir en la ciudad del futuro los gestos de nuestro habitar más pleno.
A la misma condición humana le debemos agregar, como dato fundamental del momento histórico, la condición urbana.

Entre la ciudad de la especulación y la especulación sobre la ciudad


Thomas Struth (1954- )

La idea de especulación se refiere, a la vez, a dos modalidades de práctica social especialmente diferenciadas.
Por una parte, por especulación se tiene a ciertas formas de pensamiento de algún modo divorciadas conexiones revisables con la realidad, ya un ejercicio de la pura imaginación creadora o ya una mera expresión de deseos. Mientras tanto, en las duras condiciones socioeconómicas de nuestra realidad, por especulación se tiene la vocación por comprar bienes relativamente baratos para revenderlos con pingües ganancias. En cierta forma, así como especulan los que no saben, también lo hacen aquellos que conocen bien la realidad, aunque con resultados completamente diferentes.
Puede especularse —ya que estamos— que el problema sea de espejos (specula) y el quid del asunto radique en qué lado de este adminículo uno se encuentra.

La ciudad abstracta, la ciudad concreta, la ciudad real.


Masha Ivashintsova (1942-2000)

Aquello que creemos saber acerca de la ciudad resulta, de modo más o menos pormenorizado, una ciudad abstracta. Esto quiere decir que nuestra perspectiva cognoscitiva es forzosamente reductiva. Siempre sabemos menos de lo que conviene.
Sin embargo, en la medida en que realizamos diversas prácticas sociales en la vida urbana, conseguimos tener, de un modo siempre particular, una relación pragmática y operativa con la ciudad que ahora se muestra en su carácter concreto. Así vamos viviendo, entre las prácticas particulares y las indagaciones siempre reductivas, oscilando entre dos ciudades que nos tienen a nosotros mismos como suerte de espejos.
Mientras tanto, producimos distraídamente una ciudad, que es la real, a la que no accedemos del todo con la conciencia y a la que no todas las prácticas alcanzan a transformar decididamente, pero es el lugar efectivo allí donde habitamos.
Qué sería de nosotros si pudiésemos hacernos con el saber, el poder y la poética que nos permitiese cometer la ciudad que nos merecemos, dada nuestra especial condición. Si la ciudad abstracta, la ciudad concreta y la ciudad real superpusieran sus figuras bajo un unitario punto de vista.

La explotación del suelo y el cultivo del lugar (III) Siembra de urbanógenos


Frank Herfort (s/d)

Los urbanitas no nos merecemos estas penosas urbanizaciones sin ciudad.
Más temprano que tarde, las ciudades deberán rebrotar. Y para esto, deberán sembrarse urbanógenos, esto es, gérmenes de futura ciudad promovidos por la más amplia iniciativa social y bajo el cuidado amparador de los urbanitas, asistidos por los sueños y el deseo profundo de una nueva vida.
Precisamente allí donde la codicia vaya dejando el tendal material, formal y simbólico a su paso, allí irán las muchachas de miradas hondas y vientres hospitalarios para señalarnos el modo concreto en que la ciudad del futuro volverá a ser plenamente vivible por sus legítimos poseedores, los urbanitas.
Quizá no llegue yo a verlo, pero tiene que ser posible.

La explotación del suelo y el cultivo del lugar (II) Juego de estrategia


Frank Herfort (s/d)

Cuando a la ciudad se le inflige una decidida y ensañada explotación del suelto, los agentes hegemónicos del mercado inmobiliario se dedican a un juego de estrategia.
Se disputan posiciones, tal como si de un ajedrez se tratase. Los lugares mudan de valor económico según qué piezas inmobiliarias se desarrollen (o no) en cada emplazamiento, volviendo a la población urbana en majadas transportadas sucesivamente de emplazamientos según la dura ley del valor del suelo.
Así, la urbanización especulativa gana terreno a la ciudad histórica, esa entidad en instancias de dilución en la que creemos vivir de momento.

La explotación del suelo y el cultivo del lugar (I) Expolio


Frank Herfort (s/d)

Hay un urbanismo y una arquitectura urbana que es producto de la pura y dura explotación del suelo. Es el urbanismo y la arquitectura urbana que solemos conocer en vivo y en directo.
Tales prácticas sociales de producción de lugares ejercen un expolio de recursos ambientales, culturales y simbólicos. Todo el ambiente, con su frágil y delicada complejidad, se ve convertido en puro suelo aprovechable, explotable, objeto de producción y mercantilización, uso y abuso. Pero también es la cultura urbana la que se ve reducida a una explotación reductiva: de todo aquello que una ciudad supone, apenas si importa esquilmar uno sólo de sus valores emergentes, que es el valor económico de cambio del suelo. Y, por último, pero no menos importante, de todo aquello que aún es portadora la ciudad como símbolo y expresión de civilización y vida en común, de todo esto sólo resta el valor potencial y efectivo del metro cuadrado construible.
¿Suena desagradable? A esto es a lo que estamos acostumbrados y es esto lo que habitamos como peces en el agua estancada de nuestras propias y autoinfligidas peceras.

El derecho a habitar de los urbanitas (III) Decoro


Bruno Rosso (s/d)

Debe construirse un urbanismo fundado en derechos que culmine por consagrar una emancipación integral de la condición de urbanita.
Para ello debe lograrse, en todos y cada uno de los aspectos de la vida urbana una dosis necesaria de decoro, en donde a la adecuación y dignidad se le agregue el componente esencial de la libertad del habitante. El decoro, lejos de ser considerado un lujo privativo de un selecto grupo social, debe ser entendido en su cabal contenido liberador.
Los libres, dignos e iguales se merecen un sistema integrado de lugares decorosos, condignos y adecuados como expresión superior de su efectivo tener lugar allí.

El derecho a habitar de los urbanitas (II) Dignidad

Carlo Trois (1925- 2002)

La urbanización anticiudadana contemporánea es la expresión de la hostilidad mutua de los urbanitas, precisamente segmentados por niveles de ingreso y capital cultural.
La ciudad del futuro sólo podrá reconstruirse, no sin mucho esfuerzo, a partir de un pujo sostenido de fraternidad generalizada, allí en donde cada uno de nosotros ocupe y pueble el lugar que corresponda a su identidad diferente y que lo una a sus vecinos los lazos de la solidaridad que expresen las distintas versiones de la dignidad mutuamente reconocida. Es preciso construir el sistema de lugares urbanos en donde los urbanitas se encuentren a sí mismos con sus respectivas fisonomías proyectadas en fraternal asociación de iguales y sin embargo diferentes.
Ya no se trata de adecuación solamente; se trata de adecuación y dignidad mutuamente relacionadas. Se trata de un urbanismo ético.

El derecho a habitar de los urbanitas (I) Adecuación


Carlo Cosulich (1910- 1978)

Debe construirse un urbanismo fundado en derechos.
Y todo puede tener principio a partir de la igualdad de todos los urbanitas con respecto a la adecuación que deben tener los lugares de la ciudad. No basta con el alojamiento sumario y abaratado. Lo que corresponde es la provisión democrática de lugares adecuados para vivir en todos los aspectos que involucra la vida urbana. No basta con mínimos habitacionales infamantes para los sectores populares- Lo que corresponde es la provisión integral de lugares de magnitudes conformes, desarrollados en arquitecturas urbanas coherentes y completas. No basta con la disposición de vastos polígonos residenciales. Lo que corresponde es que la propia ciudad se propague tanto en su centro, en sus regiones pudientes y en las periferias con un sentido integrador.
Un urbanismo fundado en derechos es fruto de un humanismo de nuevo cuño cuya emergencia cada vez nos es más urgente.


Autodestrucción ciudadana



Las ciudades viven dinámicas autodestructoras. En sus entornos se generan procesos urbanizadores sin ciudad. Se impone un uso depredador del patrimonio natural, social y cultural. La ideología del miedo y la obsesión de la seguridad disuelve la convivencia ciudadana y reduce los espacios públicos. La ciudad de calidad se vuelve excluyente, la especulación prioriza el valor de cambio sobre el del uso, la arquitectura de los objetos substituye al urbanismo integrador.
Jordi Borja, 2015

Asistimos con estupor a la autodestrucción ciudadana.
Cada día avanzamos inexorablemente hacia una urbanización difusa, dispersa y desagregada. Pululan los enclaves hostiles en un mosaico sociourbano que enclasa y segrega a los ciudadanos según ingresos y subculturas.
Qué bueno es vivir en familia, afirma, no obstante, el grafiti.

El urbanita y los umbrales


Jean Pierre Bonnotte (1938- )

La tercera especie de los urbanitas la constituye aquella en donde éstos se aplican ceremoniosamente al atravesamiento de umbrales.
Allí los habitantes experimentan una emoción recurrente que es el sometimiento a una transformación de estatutos, de irrupciones, de pasajes rituales. Allí es donde tiene lugar la modulación de los matices más sutiles de lo público y lo privado, donde se inauguran ciertas historias, donde se metamorfosean las envolventes de persona que invisten al sujeto. Allí, en los umbrales, se intercambian las luces y los rumores, se transforman los adentramientos en salidas, y las personas tienen lugar en las rupturas de las fronteras más consolidadas en la arquitectura de las ciudades.
Pues así es que también puede ser entendida una ciudad y su paisaje: como una sucesión espasmódica de umbrales que atravesamos escribiendo en la ciudad el texto de su peculiar y concreta historia menuda.