A lo
largo de mucho tiempo nos hemos acostumbrado a considerar, por un lado al
espacio, y por otro, al tiempo. En particular, los arquitectos nos hemos
preocupado, de manera muy esforzada, por el espacio, una vez que desplazamos
nuestro interés por las masas construidas hacia la consideración del aparente
vacío que media entre ellas. Al intrigarnos por el espacio, hemos soslayado el
tiempo. En un sentido muy general, parece que la idea dominante es que el
arquitecto se preocupa y se ocupa por conferir forma al espacio habitado, lo
que quiere decir, en términos físicos, que el arquitecto sería un creador o
transformador de sitios.
Siguiendo
el tradicional divorcio en el pensamiento entre el espacio y el tiempo podemos
entender que nos situamos, en principio, en una esfera en donde intercambiamos
nuestras ideas, esta esfera está contenida por otra esfera arquitectónica que
llamamos salón, este salón está contenido en otra esfera que denominamos
edificio… y así hasta los confines espaciales del cosmos.
Pero,
por otro lado, si consideramos cómo es que llegamos hasta aquí, podemos
recordar nuestros itinerarios, así como proyectar nuestros derroteros futuros y
entender que, circunstancialmente, nos encontramos en un punto dado de cruce de
múltiples laberintos. Así, habitamos esferas espaciales y laberintos
temporales. Es ya hora, me parece, que debamos entender que los lugares que
habitamos son esferas cuanto
laberintos. Nosotros mismos, sujetos habitantes, no habitamos en el espacio y además en el tiempo, sino que desarrollamos
nuestro habitar como una estructura espaciotemporal que puede denominarse, con
precisión, como lugar.
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