Ann Deman, Madre Tierra II (s/d)
Disponer
de una morada es muy diferente de poseer una vivienda o una casa, es
desplegarse morosamente en un sistema jerarquizado de lugares.
La idea
de morada proviene de ‘morari’, esto
es, tardanza, detención y también puede asociarse a ‘mores’ (costumbre). La idea de querencia no anda lejos: estriba en
un hábito que es una inclinación a demorarse en un sitio que se vuelve un
emplazamiento al que se vuelve una y otra vez. Si uno se aleja de su morada o
querencia, lo aqueja la nostalgia, el dolor provocado por el alejamiento. Una
vez que podemos ser entidades errantes, nos complacemos en ir y volver,
alejarnos y recaer, errar y asentarnos. Allí donde persistimos en volver,
recaer y asentarnos, allí constituimos la morada.
Pero
también la constituimos en nuestros tránsitos: habitamos siempre una distancia
relativa del núcleo de nuestra morada. Una suerte de impulso gravitacional nos
afecta en cada sitio por el que transcurrimos. Esa variable sutil pero siempre
clara nos indica en qué situación espacial y temporal ocupamos en cada caso, en
cada peripecia, en cada circunstancia.
Disponer
de una morada es algo muy diferente de disponer de un cobijo, de un abrigo o
simplemente de un techo. Disponer de una morada es experimentar con toda la
clarividencia existencial disponible dónde tenemos lugar: en un campo de
fuerzas de la vida.
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