Santiago Rusiñol
(1861– 1931) El emparrado (1914)
He aquí
una arquitectura especialmente concebida para el deambular de modo simple,
noble y grato.
Las
sendas se desarrollan en magnitud conforme tanto en lo que refiere a la
profundidad perspectiva (generosa, pero sin exceso de hondura), una amplitud
merecedora del encuentro interpersonal y una altura ajustada (holgada, aunque
permite apreciar los pormenores de detalle con suficiente proximidad).
Los
pormenores amenos de la vegetación están al alcance de la mano, lo que supone
un acuerdo tácito con los viandantes que supone en estos un comportamiento educado.
La estructura construida acondiciona un interior practicable beneficiado por la
sombra, a la vez que articula con los exteriores profusamente cultivados que se
reservan a la contemplación a distancia. Los adentramientos propios de este
emparrado suponen un vagabundeo lento, una respiración pausada y una calma
atención estética.
El
emparrado, tal como luce en la pintura, es un paisaje que ha alejado dos
importantes elementos estructurales: el cielo y el horizonte. Esto resulta en
una proximidad terrestre generalizada, un rincón multicolor en donde las
plantaciones son protagonistas de la conformación del lugar. Por ello, todo lo
que está por aparecer es el detalle de deleite que nos salta al paso, al cambio
de rumbo, al azar gozoso de la mirada. Recíprocamente, la memoria y el olvido
se pierden en una lejanía que deja, al menos por un instante, de acecharnos.
Es una
celebración de las fragancias, de las sombras reparadoras, de la inspiración
morosa, de los rumores agradables al ánimo. No por casualidad, el autor de la
ilustración es, a la vez, pintor, poeta y dramaturgo. Puso allí su atención
sensible y nosotros estamos en deuda para siempre con ello.
Mientras
tanto, del otro lado de la tela pintada,
todo es una fiesta de las luces fragmentadas, las penumbras hondas y las
sombras que a toda la piel gratifica.
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