John George
Brown (1831 –1913) Niña junto a la
ventana (1890)
El
espacio mezquino de los mercaderes del aire se mide con cinta métrica y con calculadoras
electrónicas.
En
cambio, el lugar efectivamente habitado se mide con las coreografías del
cuerpo, con la amplitud de los rituales, con la extensión de las ceremonias. El
lugar real se palpa con todo el cuerpo, se le excava, ahueca y avía en el curso
palpitante de la vida. Al lugar real le podemos exigir, como mínimo, que no
debamos tropezar demasiado con sus confines y pormenores.
Pero
también se aprecian unas dimensiones simbólicas del lugar. Hay confrontaciones
constantes entre lo que las estancias son y aquello que deberían ser, si las
cosas obedecieran al orden, disposición y magnitud de lo que tenemos por digno.
Pocos podrían especificar con qué operaciones del alma podemos verificar si una
estancia tiene las dimensiones que la dignidad exige, pero ¡qué claro es el
padecimiento cuando nos constriñe el sentido moral! Hay un orden de magnitudes
para lo íntimo y para lo social, para apartarse y para reunirse, para
replegarse sobre sí y para fugar la mirada por las ventanas. Las estancias no
sólo se conforman con ser, también significan y sus significados son aún más
importantes que sus magnitudes físicas y geométricas abstractas.
Aún hay
otras dimensiones: las estancias se dejan medir también con la imaginación.
Pueden ser tan hondas como sobre ellas se aplique el ensimismamiento. Pueden
extenderse allende sus umbrales para hacer de su habitación un lugar apenas
puntual en el mundo. Pueden alejar sus cubiertas para contener las más tenues y
lejanas constelaciones de la especulación.
De
todas las magnitudes, las imaginarias son aquellas más necesarias para la
constitución decorosa del ser humano. Es preciso que tanto las dimensiones
reales como las simbólicas dejen crecer los sueños sin injustas constricciones.
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