¿Qué es entonces,
lo que tenemos que pedir al espacio arquitectónico para que el hombre pueda
seguir llamándose “humano”? En primer lugar debemos pedir una estructura
representable que ofrezca abundantes posibilidades para la identificación. El
valor de las grandes obras de arte consiste en que permiten diferentes
interpretaciones sin perder su identidad. En cambio, las diferentes
interpretaciones ofrecidas por una “forma caótica” son únicamente proyecciones
arbitrarias de una misma cosa y que se deshacen como pompas de jabón. En el
ambiguo, complejo pero estructurado espacio arquitectónico vemos, por
consiguiente, la alternativa de las inevitables de movilidad y desintegración.
Esta “unidad en la pluralidad” no es ciertamente una idea nueva, pero
recientemente ha encontrado nuevas interpretaciones. La tarea del arquitecto,
por lo tanto, es ayudar al hombre a encontrar un sitio existencial donde sentar
el pie concretizando sus imaginaciones y fantasías soñadas.
(Norberg-Schulz, 1975)
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