Para las concepciones tradicionales de la arquitectura, la construcción material es el fin último, al que sigue la implementación habitable como una atribución subjetiva y particular del usuario.
Sin embargo, con la última mano de pintura que borra las improntas de la obra, la arquitectura viva no hace otra cosa que inaugurarse en su sentido humano más entrañable. Culminada la obra (¡por fin!) el habitante la explora activamente, se apropia material y simbólicamente del lugar, dispone los equipamientos y habita. Existe en la apropiación habitable un doble aspecto: la arquitectura se consuma y se consume, morosamente.
Es demorándose que los habitantes van construyendo las extensiones vividas del espacio y de los tiempos que recurren, una trama memoriosa de circunstancia. Los pasos, los gestos, las coreografías de la vida cotidiana van midiendo mediante sucesivos ajustes las extensiones de los lugares. Con ello, dan forma efectivamente arquitectónica a las construcciones, toda vez que proponen las figuras de la vida y terminan de dibujar en el espacio, el lugar. Las alternancias del día y la noche, de la vigilia y el sueño, van construyendo la referencia escenográfica de la circunstancia.
La vida, en definitiva y del modo más concreto, tiene lugar, esto es, se consuma la arquitectura viva que reconoce Vallejo.
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