Bert Teunissen
(1959)
La casa
opera encantando y seduciendo. Tan enamorados estamos de ella que volvemos una
y otra vez. Puede que ya no sea un enamoramiento adolescente y apasionado, sino
maduro y taciturno. Así nuestros pasos siempre encuentran el camino de vuelta.
Así tanto pavor nos da salir puertas afuera. Así la añoramos en la lejanía
relativa. Porque siempre la llevamos puesta en la memoria menuda.
Estando
en la casa nos gana una confianza, una segura calma que no suele acompañarnos
fuera. A la altura del gesto nos aguarda, siempre igual a sí misma, la
entrañable compañera. Estando en casa estamos en compañía tanto de nuestros
seres queridos de carne y hueso, así como con las afectuosas fantasmagorías del
recuerdo hecho presente en el tono de luz que se inmiscuye en el interior.
Porque
por el umbral de las ventanas de la casa se cuelan las improntas en donde
resplandece la vida vivida en la casa. Porque la vida en la casa es una
recurrencia mansa de luces, penumbras y sombras que aprendemos a querer como cosa
nuestra. Porque sólo cosas así pueden ser, en definitiva, cosas nuestras.
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