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No
falta el desencantado profesional de la arquitectura que piense que la belleza
es facultativa en arquitectura: de un modo muy básico, la habría según la
magnitud del presupuesto disponible. Obtendría belleza aquel que fuera capaz de
pagar un cierto sobreprecio para incluirlo en su demanda.
El
problema es que la condición estética —no hablemos de belleza— no es
facultativa en arquitectura. La relación que entablan las personas con la
arquitectura que habitan supone siempre una mediación sensible y juicios
específicos de valor. Por ello es que las “soluciones” abaratadas para el
alojamiento popular resultan ya no desangeladas, sino lisa y llanamente
infamantes. Evidencian la estigmatización real y simbólica que una sociedad de
suyo injusta les inflige a los conciudadanos de más modesta condición económica
y cultural.
Una
arquitectura humanista no puede resignarse a las afrentas cotidianas que la
profesión arquitectónica y la industria de la construcción condenan a los
sectores depauperados de nuestra sociedad.
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