Cuando
nosotros los arquitectos y otros tecnoburócratas confinamos a las personas en
miserables mínimos habitacionales, so pretexto de maximizar la inversión social
(y preservar beneficios empresariales, faltaba más) estamos contribuyendo a la
diseminación social de ciertas angustias esenciales de las que sólo tendremos
futura conciencia, si es que vivimos para verlo y si es que conservamos un alma
para comprenderlo.
Las
consecuencias emergentes la estamos advirtiendo ya. Crecen las manifestaciones
violentas, ese descontento generalizado, esa angustia, ese malestar de una
cultura que inflige mínimos a quienes tienen, como cualquiera, derecho
fundamental a la magnitud conforme.
Estamos
criando a la mayoría de nuestros niños en lugares hacinados, en donde adolescer
es una tragedia. Estamos constriñendo la libertad humana en corsés falazmente
racionalizadores que desalientan el uso de la razón.
Estamos
alejando y confinando la pobreza urbana en ghettos allí donde después veremos
gérmenes de futura contradicción entre Ellos y Nosotros. A las sevicias del
mercado inmobiliario le siguen de cerca las políticas puramente asistenciales
de vivienda.
Es hora
de afrontar la culpa y asumir ciertas responsabilidades.
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