Hace un tiempo acudí a una
psicoterapeuta, empujada por las complicaciones con las que poco a poco nos va
atrapando la vida. Después de una hora explicándole todas mis aventuras y
desventuras, me preguntó, señalándome: “todo esto está muy bien, pero ¿qué
tienes tú aquí dentro?”. Callé. Y añadí: “¿Dentro, dónde? Todo pasa fuera.
Dentro no hay nada.” Quien sepa algo de filosofía contemporánea, verá que soy
una discípula impecable. Todo pasa fuera, no hay interioridad: así es como
parte importante del pensamiento crítico ha querido deshacerse de las cadenas
del yo: exponiéndolo, exteriorizando-lo, haciéndolo proceso, acto comunicativo,
alteridad, punto de encuentro, relación de fuerzas, dispositivo… Pero entonces,
¿dónde volver? ¿Dónde resistir? ¿Dónde dormir? ¿Desde dónde escuchar? La
subjetividad liberada de las cadenas del yo termina condenada a la
movilización, a la visibilidad y a la comunicación continuas.
Reencontrando a Mick1 he entendido que la
interioridad, precisamente, es no tener nada dentro: sólo una habitación,
frágil como una cabaña infantil, de donde entrar y salir, donde acoger y
recogerse, donde ir y volver. Su vacío, silencio y resonancia, es la condición
imprescindible para no fundirse con el hilo musical del mundo. En un escrito
que también me gusta mucho, El sueño de
D’Alembert, Diderot hace que una
Mademoiselle se pregunte: si mi alma no es nada, ¿por qué yo soy yo y por qué
sigo siéndolo? Y un D’Alembert que delira en sueños le contesta, más o menos,
que la propia conciencia sólo es, en un conjunto de vibraciones, aquel punto,
aquel lugar, al que más veces regresas.
Marina
Garcés, 2017
1
Alude al personaje principal de la
novela de Carson Mc Cullers El corazón es
un cazador solitario.
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