Swinside
He
prestado cierta atención a los denominados círculos
de piedra que perduran desde la antigüedad prehistórica.
Los
tengo por una manifestación arquitectónica fundamental: distinguen Uno y Otro
Lado, y al hacerlo, le señalan tanto a la arquitectura como al propio habitar
humano el paradigma de la articulación en el lugar. Allí es tan significativo
el ámbito circular delimitado, las marcas especialmente perdurables del
contorno, los intersticios entre éstas —que vuelven a la circunferencia una
asociación de umbrales— y también el lugar en donde este círculo se instaura.
El
mundo ya no es el mismo cuando el Círculo tiene efectivo lugar. Un Aquí marcado
se opone y a la vez conecta con un Allá no menos marcado como tal. El lugar,
como tal, se figura —se duplica: es y se representa—a través de la operación
del marcado, obra humana. Los humanos empiezan a escribir en el vasto lienzo
del territorio que pueblan e interrogan.
Georges-Pierre Seurat (1859 –1891) El
circo (1891)
Pero
este asunto se vuelve mucho más interesante cuando uno considera el caso del
Circo: allí, en vez de piedras incrustadas en el suelo, hay personas
expectantes. También allí hay marcas en el territorio, pero son performances,
esto es, acciones prácticas en el espacio cuanto en el tiempo, que cercan una
circunstancia Otra, un alejarse que trae otra dimensión de lo real, aquella que
sobreviene, la que se desvela en el contemplar, en aquello que los antiguos
griegos llamaban theorein, que luego
daría paso a la voz teoría. Allí se
concentra la atención comunitaria, allí se consagra el centro por obra de la
voluntad concertada de los oficiantes del contorno, allí se le da la espalda
—de momento— al ámbito circundante.
Podría
pensarse que círculos de piedra y circos no son otra cosa que valiosos relictos
de venerables esferas habitadas que merecen ahora
toda nuestra atención.
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