René Magritte (1898
- 1967) La traición de las imágenes
(1926)
El dibujo de Magritte (por el
momento no hablo más que de la primera versión) es tan simple como una página
sacada de un manual de botánica: una figura y el texto que la nombra. Nada más
fácil de reconocer que una pipa, dibujada como ésa; nada más fácil de
pronunciar —nuestro lenguaje lo dice perfectamente por nosotros— que el «nombre
de una pipa». Ahora bien, lo extraño de esa figura no es la «contradicción»
entre la imagen y el texto. Por una simple razón: tan sólo podría haber
contradicción entre dos enunciados, o en el interior de un solo y mismo
enunciado. Ahora bien, veo que aquí sólo hay uno, y que no puede ser
contradictorio puesto que el sujeto de la proposición es un simple
demostrativo. ¿Falso, entonces, puesto que su «referente» —muy visiblemente una
pipa— no lo verifica? Ahora bien, ¿quién me puede decir seriamente que ese
conjunto de trazos entrecruzados, encima del texto, es una pipa? ¿O acaso hay
que decir: Dios mío, qué estúpido y simple es todo esto; ese enunciado es
perfectamente verdadero, puesto que es evidente que el dibujo que representa
una pipa no es una pipa? Y, sin embargo, hay un hábito del lenguaje: ¿qué es
ese dibujo?; es un ternero, es un cuadrado, es una flor. Viejo hábito que no
deja de tener fundamento: toda la función de un dibujo tan esquemático, tan
escolar como éste, radica en hacerse reconocer, en dejar aparecer sin equívocos
ni vacilaciones lo que representa. Por más que sea el poso, en una hoja o en un
cuadro, de un poco de mina de plomo o de un fino polvo de tiza, no «reenvía»
como una flecha o un dedo índice apuntando a determinada pipa que estaría más
lejos, o en otro lugar; es una pipa.
Michel
Foucault, 1973
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