Eva Rubinstein
(1933)
Existe
una dimensión de la buena vida que es, a la vez, primitiva y sofisticada. Se
trata del aroma de los elementos del mundo vivido. ¿Cómo infunde el aire que se
deja respirar con regocijo? ¿A que huele el agua que nos refresca? ¿Cuál es el
olor de la tierra que hollamos? ¿Y el aroma del fuego que ilumina y calienta?
El
olfato es un sentido primitivo y tajante en su rechazo al mefitismo, a la vez
que resulta un sutil instrumento para la identificación y el recuerdo. Los
aromas son las señales más francas y a la vez las más misteriosas acerca de la
contextura de lugares, circunstancias y personas.
Así, la
buena vida se deja respirar y juzgar inequívocamente.
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