En
nuestra civilización existe un profundo sesgo en la importancia relativa de lo
que conocemos del mundo a través de nuestros sentidos.
Esto
es especialmente claro en arquitectura, donde casi todo lo que merece
percibirse de ella pasa, en principio, por el sentido de la vista. Saber ver la arquitectura era, a la vez,
una consigna y una promesa de un libro de Bruno Zevi, bastante consultado en el
tiempo en que los estudiantes de arquitectura leíamos libros.
Si
uno intenta apreciar las virtudes de un aula, una sala de conferencias o aún de
un teatro, puede constatar por sí mismo que lo que percibimos con el oído
también tiene su importancia, al menos en algunas situaciones. Lo que
deberíamos pensar, en todo caso, es que la percepción acústica de las
características propias de cada ámbito es una parte importante de la
experiencia sensible de éste.
Por
otra parte, podemos apreciar ciertas virtudes arquitectónicas con el sentido
del tacto. Descubrir la sutileza de los juegos de texturas y recorrer morosa y
atentamente los lugares acondicionados para su habitación también tiene su
importancia.
Pero
es algo difícil de reconocer que también el olfato
tiene un papel que desempeñar. Puede que tengamos ciertos prejuicios sobre la
animalidad básica del uso que le damos a nuestras narices, aparte de mirarlas
como candidatas a la cirugía estética. Pero deberíamos reconocer que parte no
menor de la experiencia de volver a un cierto lugar radica, entrañablemente, en
percibir su peculiar perfume.
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