En el momento de ensayar
cualquier teorización sobre lo que suele conocerse como ‘imaginario social’,
conviene empezar aplicando este criterio de reflexividad a los términos de la
propia expresión -‘imaginario social’- pues, efectivamente, ambos son deudores
de un imaginario bien concreto, y su asunción acrítica nos pone en peligro de proyectar
sobre cualquier imaginario lo que no son sino rasgos característicos de éste y no
de otros. Por un lado, el término imaginario hace referencia evidente a
‘imagen’ e ‘imaginación’. Y, ciertamente, todos los estudiosos coinciden en
señalar a las imágenes como los principales –cuando no exclusivos- habitantes
de ese mundo (o pre-mundo) de lo imaginario. No es menos cierto que es contra las
imágenes y su oscuro arraigo en el imaginario popular contra lo que han luchado
los distintos intelectualismos ilustrados, desde el islámico o el protestante
hasta el cartesiano o el de la ciencia actual. Pero tampoco es menos cierto que
también esos movimientos iconoclastas son fuertemente deudores, en el caso
europeo, de una cultura que privilegia la visión y su producto (la imagen)
hasta degradar, cuando no aniquilar, el valor de cualquiera de los otros llamados
cinco sentidos: oído, olfato, gusto y tacto, por no hablar de otros sentidos no
menos ninguneados, como el sentido común o el sentido del gusto por la palabra hablada.
De hecho, las reiteradas cruzadas racionalistas contra el imaginario se han llevado
a cabo, paradójicamente, en nombre de imágenes, en nombre de esas imágenes abstractas
y depuradas de connotaciones sensibles que son las ‘ideas’ (no olvidemos que también
éstas provienen del verbo griego êidon, ‘yo vi’). El imaginario, pues, no puede estar
poblado sólo de imágenes. Incluso, como veíamos antes, debe situarse un paso antes
de éstas, pues de él emana tanto la posibilidad de construir cierto tipo de
imágenes como la imposibilidad de construir otras.
Lizcano,
2003
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