Recuérdese que, al paisaje, lo completa el
paisanaje, que el lugar reclama en su desnudez al sujeto que lo inviste de
sentido, y por eso también se habla de un «paisaje humano» correlativo e
inmerso en el otro. Ambos se imbrican de tal modo que son inseparables y
recíprocos, como es obvio, aún antes de entrar en consideraciones etnológicas.
Quiere decirse que las dimensiones geográfica, topográfica, biológica y
estética que le son propias cobran el carácter unificado que denominamos
paisaje sólo para quienes captan el todo simbólico, más allá de las
especializaciones fragmentadas de los animales que viven en un mundo
circundante específico (Umwelt, según la antropología germana clásica). De ahí
que los seres humanos escapen a los estímulos parciales y sean los únicos que habitan un territorio, es decir, los que lo otean
desde la atalaya de la vida inteligente y sentimental para concertar variables
y apropiarse mentalmente de él en alguna medida. Es la paradójica experiencia
de estar dentro y fuera del entorno a la vez.
(Espinosa Rubio, 2014)
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