Thomas Gordon
Smith Vitruvio presenta la arquitectura a
Augusto (1684)
Mediante
una indisimulada muestra de corporativismo profesional, suele afirmarse que se
necesita ser arquitecto titulado para opinar con fundamento acerca de la propia
arquitectura.
Como
toda expresión de ideología, este extremo contiene elementos de verdad que
lucen, una vez que uno lo examina con cierto detenimiento, por lo menos insuficientes.
En realidad, cualquier ciudadano es libérrimo titular de las opiniones que le
plazcan, ocurran y acontezcan. Otra cosa es formular un juicio fundado sobre
una cuestión, esto es, proferir un argumento atendible en una discusión
rigurosa, razonable y productiva.
Pero
¿es necesario graduarse en una facultad de arquitectura para ser necesariamente
titular de juicios fundados sobre una cuestión arquitectónica? Puede pensarse
que para ello lo verdaderamente relevante, oportuno y concluyente es demostrar
ser capaz de pensar de un modo arquitectónico adecuado. Tal extremo no está
incluido ni expresa ni tácitamente en la operación de titulación, sino en la
especial índole del discurso que argumenta.
Esto
significa que el problema es forjar una conciencia, un discurso disciplinado y
una capacidad productiva de ideas, nociones, conceptos y razonamientos
dispuestos según lo solicita la materia tratada. Tal fue la empresa quijotesca
de Vitruvio en su momento: instruir al emperador Augusto en el arte... de
pensar arquitectónicamente. Que no implicaba aprender a construir, sino a tomar
conocimiento de la construcción bien realizada y que no implicaba, por otra
parte, aprender a proyectar y diseñar, sino a reconocer el modo en que el arte
de su tiempo entendía pertinente proceder y realizar. Pretendía instruir al Comitente en la difícil
tarea de tratar con las fuerzas sociales de producción. Para ello, también —y
fundamentalmente— se debía pensar arquitectónicamente.
Planteada
así la cuestión, es preciso especificar ciertas particularidades que hacen del
pensar arquitectónico un modo diferenciado y específico de razonar.
Un
primer punto importante, es que, por lo general, el pensamiento arquitectónico
no suele atender tanto a lo real existente, sino en conjeturar futuros estados
preferible de cosas. Antes de juzgar aquello que es, se explora lo posible. Y
esto posible bajo las especificaciones de oportunidad, conveniencia y bondad en
un futuro deseado. Esto implica muy complejas operaciones: supone proyectar de
modo consciente un futuro deseable en donde se produzca según una cierta
iniciativa social solvente una instancia novedosa de transformación de la
estructura de la vida social de un modo específicamente localizado. Se dice
fácil. Apenas se empiezan a discutir con cierta atención cada uno de los
extremos afectados, surgen inevitables discrepancias, puntos oscuros y
territorios vagos en donde es necesario poner de modo consciente mucho esfuerzo
por clarificar figuras y fondos. Porque lo que se discute es, precisamente, del
futuro posible de una comunidad, antes
de ejecutar las prácticas materiales de transformación. Cuando éstas se llevan
a cabo, ya es tarde para advertir algún extremo de prudencia sobre aquello que
hubiésemos debido pensar antes.
Un
segundo aspecto peculiarmente relevante es que, en arquitectura, las cosas se
presentan bajo la constitución de complejas estructuras problemáticas. No se
trata aquí de simples agregados de problemas inconexos, sino de estructuras que
deben orientarse finalistamente para la consecución de ciertos fines tenidos
por principales. La arquitectura, en este aspecto, no es un ingenio complejo,
sino una jerarquía ordenada de finalidades. En arquitectura, cada elemento aparece
solidarizado complejamente con otros de un modo tal que es preciso obtener,
antes que soluciones puntuales para cada problema particular, una estrategia
global de consumación de la vida humana en los lugares que habita. Esto también
se dice fácil, pero resulta asaz complejo cuando se le aborda.
Sin
embargo, también es oportuno presentar un tercer punto, también importante: Cualquier persona puede pensar
arquitectónicamente, si acepta de buen grado hacerlo, y se somete a la dura
disciplina que ordena las ideas y el discurso. En principio, podría objetarse
que las dificultades intrínsecas de la empresa vuelven imperioso el estudio y
eso es cierto. Pero las escuelas y facultades de arquitectura no pueden probar
dos importantes aspectos. Por una parte, si todos y cada uno de sus egresados
emerge de sus aulas necesariamente dotado de las facultades exigidas. Por otra,
si nadie puede, fuera de las aulas, forjarse un pertinente pensar
arquitectónico. Por el bien de la humanidad, es preciso que este último extremo
debe ser desmentido por virtud de una conciencia social generalizada que
esgrima eso que tiempos ha se denominaba cultura.
Y eso
que se dejaba designar como cultura debe informar tanto al poderoso como al
empoderable, al ilustrado tanto como al estudiante, al profesional tanto como
al habitante, so pena que la vida social se nos enajene de modo irreparable por
obra del ejercicio despótico del poder político, social y económico.
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