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Sobre el valor de la errancia


Hans Andersen Brendekilde (1857–1942) Camino boscoso en otoño (1902)

Toda senda merece ser poblada con un profundo sentido del valor de la errancia.
La marcha es la actividad real que mejor ilustra simbólicamente el propio vivir. Esto, porque aúna el espacio, el tiempo y la existencia. El desplazamiento persistente y ritmado es el significante, mientras que la vida misma es, en el fondo, su significado fundamental. Así como marchamos, así vivimos. Navigare necesse.
Pero también existe otra dimensión importante en la realización habitable de la senda. Caminando discurrimos, reflexionamos, imaginamos otras voces, otros ámbitos. Caminando es que entendemos —o creemos entender— que nuestra marcha efectiva es apenas una posibilidad entre otras, pero que, por fuerza de las circunstancias, optamos por un sendero. El nuestro.
El valor de la errancia no puede ser malbaratado en la mera circulación mecánica. Nos vale la propia vida que merece ser vivida

Calles-borde

Childe Hassam (1859- 1935) Un aguacero (1887)


Hay calles que, además de constituir sendas, instauran un borde. Nótese el diverso uso que se hace de uno y otro lado. El largo y alto muro (¿de un cementerio, convento, cárcel?) parece hacer  a su acera sociófuga, —aunque el portal, por alguna razón, convoca a los carruajes—, contrariamente a la acera opuesta, claramente sociópeta.