“El interés por el bien de los hombres
concretos, motor objetivo de la ética inveteradamente, ha ido expresándose de
modos diversos en el curso de la historia, pero son dos —a mi juicio— las
grandes preguntas que traducen la preocupación ética: la pregunta por el bien
positivo «¿qué podemos hacer
para ser felices?», y la pregunta por el sustento indispensable del bien
positivo «¿qué debemos hacer
para que cada hombre se encuentre en situación de lograr su felicidad?»” (Cortina,
1986: 22)
Resumen
La actividad arquitectónica no se circunscribe a
construir artefactos materiales; también produce ideas, nociones y conceptos.
Estas producciones pueden entenderse mejor en el marco y perspectiva de una
teoría del habitar. La empresa arquitectónica tiene, hoy como ayer, una misión
fundamental y esta es la de construir lugares. Por su parte, la construcción de
lugares constituye una empresa social fundamental que tiene una específica
superestructura ética. Si la misión fundamental de la empresa arquitectónica es
construir lugares con legítimas improntas de identidad, memoria y referencia,
entonces hay un modo de hacer las cosas que apunta, por una parte, a la
consecución de la buena vida social, y por otra, a desvelar las obligaciones e
imperativos para que a todos y a cada uno les alcance la posibilidad de una
buena vida.
Abstract
The architectural activity does not circumscribe to
construct material artefacts; it produces ideas, notions and concepts as well.
These productions can be better understood within the framework and perspective
of a theory of inhabiting. The architectural business has, today as in the
past, an essential mission that is to construct places. For its part, the
construction of places is a fundamental social business that has a specific
ethical superstructure.
If the fundamental mission of the architectural
business is to construct places with legitimate identity impressions, memory
and reference, then there is a way of doing things that aims, on the one hand,
to the achievement of the good social life, and on the other hand to disclose
the obligations and imperatives so that the possibility of a good life can
reach all and each one.
Palabras
clave: Ética, habitar, derechos, arquitectura,
sociedad.
Key
words: Ethics, inhabiting, rights,
architecture, society.
La
ética arquitectónica en el marco de la teoría del habitar
La actividad
arquitectónica constituye una actividad social de producción que concibe,
proyecta, construye e implementa lugares, esto es, sitios destinados a ser
habitados. Ahora bien, la actividad social de producción arquitectónica no sólo
resulta en artefactos tales como edificios o ciudades, sino en bienes, esto es,
entidades con valor así como también implica la emergencia positiva de ideas,
nociones y conceptos, toda vez que se comprueba cómo los motivos enunciados se
transforman en fines efectivamente conseguidos.
Normalmente, todos
los actores sociales implicados nos proponemos realizar y conseguir una buena arquitectura, y en un marco
adecuado de circunstancias es posible lograrla. El tratamiento reflexivo tanto
de los móviles de nuestra acción, así como las circunstancias que la hacen posible y el examen de los resultados es
materia de una ética propia y específica. Una teoría arquitectónica del habitar
tiene un crucial compromiso con el análisis y desarrollo reflexivos en torno a
esta ética específica.
Para ello, es
necesario perfilar con precisión qué debería entenderse por ética arquitectónica en este contexto.
En principio, si se vuelve sobre la inicial definición de la actividad
arquitectónica, se reparará en que la arquitectura, así considerada, es mucho
más que aquello que llevan a cabo los
arquitectos. Hay, al menos, tres razones para ello.
La primera es que
la arquitectura es una actividad social de producción, que involucra tanto a
los arquitectos, capataces y obreros, así como a quienes suministran insumos de
la más variada índole. A todo este complejo entramado de agentes sociales
también hay que agregar a los comitentes, financistas y promotores
inmobiliarios, por una parte, y aún hay que considerar a los usuarios finales,
por otra. Sin el concurso de estos actores, la actividad arquitectónica ni es
posible ni tiene destino final.
En segundo lugar,
la actividad arquitectónica no se objetiva sólo en edificios o ciudades como
resultados finales. La finalidad expresa que tienen, en general y
principalmente edificios y ciudades es la de ser efectivamente habitados; los
edificios y ciudades son medios para
que la humanidad habite. La labor específica del arquitecto puede culminar con
la postrera mano de pintura en el paramento, pero es allí cuando comienza la vida efectiva del edificio,
cuando el artefacto se implementa cabalmente como un lugar, como un
emplazamiento habitado.
Por último, si la
arquitectura no se consuma en los artefactos construidos es porque su finalidad
principal está más allá de su constitución material: los lugares habitados
constituyen bienes, entidades con valores. Estos valores son tanto estéticos,
como funcionales o tectónicos; también son éticos. Asimismo, de la interacción
crítica de la vida humana con edificios y ciudades emergen ideas, nociones y
conceptos nuevos, ya como paradigmas, ya como alternativas.
Si se concibe así
la actividad arquitectónica, entonces se puede reconocer que el habitar es la
razón final para la arquitectura. Como ya ha esclarecido Heidegger (1954), no
habitamos porque construimos —el
construir no es la causa final de la habitación— sino que construimos porque habitamos. Esto hace que el
habitar constituya un ethos, una
conducta humana trascendente y universal.
¿Cómo
configurar una ética arquitectónica?
Una buena y concisa
definición de ética es la propuesta por Ricardo Maliandi: la ética es la tematización del ethos. El término tematización es oportuno para
comprender en toda su extensión un territorio disciplinar, sin mengua de su especificidad,
que es el examen de la conducta en el marco axiológico —esto es, examinable y
juzgable según valores— de la moralidad. La mención al ethos señala una conducta o comportamiento, pero con ciertos
señalamientos especiales. En primer lugar, se trata de una conducta siempre referida
con un valor. En segundo término, es una conducta efectivamente facultativa y
no una simple reacción instintiva o inmediata ante una circunstancia, sino que
entraña el uso de la razón reflexiva como antecedente. En tercer lugar, el
ethos es afectado en su íntima constitución, por el obrar reflexivo.
La ética es, en efecto, una de las
formas en que el hombre se autoobserva, una operación consistente en dirigir la
atención hacia operaciones propias: una intentio
obliqua. Así ocurre también, por ejemplo, con la gnoseología, la
antropología, la psicología, etc. Pero en el caso de la ética, resulta que la
reflexión en que ella se ejerce es también parte constitutiva del ethos, es
decir del objeto de tal reflexión.(Maliandi, 1990: 17)
De este modo,
comprenderemos aquí que el ethos es
una estructura que aloja creencias, actitudes, formas de conducta y valores que
conforma un marco de sentido a la conducta humana, peculiarmente en el marco
social. (Cf. Maliandi: 1990: 20). El
fenómeno ético —la deliberación acerca de la moralidad— es universal: si bien
adopta diferentes formas, no hay sociedad ni cultura que lo ignore. A la vez,
en el interior de una cultura, no existe un aspecto de la conducta que no pueda
ser pasible de examen ético.
Aquí nos proponemos
tematizar una ética arquitectónica,
toda vez que la arquitectura supone necesariamente una obra humana, un producto
que resulta, en una dimensión trascendente, resultado de un obrar moral del
hombre.
Así, es necesario
atender a un ethos arquitectónico que tiene ciertas particularidades, para
luego abordar una rigurosa tematización. El ethos arquitectónico es aquel que
informa a la conducta de todos aquellos que habitan, esto es, que constituyen
lugares, mediante transformaciones formales y materio-energéticas en el
ambiente. Este ethos comprende todo aquello que constituye estructuras de creencias,
actitudes, modos de conducta y valores en lo que toca al habitar y que actúan
en consecuencia. El ethos del habitar es un contenido de una manifestación
fundamental de todo ser humano: la de existir configurando una circunstancia,
constituyendo un acontecimiento en un campo espacio-temporal.
El habitar es una
conducta que se configura como ethos, según una perspectiva. Esta perspectiva
implica reconocer en el habitar una conducta o estructura de comportamientos
que se observan vinculados a valores de índole moral: la felicidad y la justicia, formulados en términos muy generales.
Por otra parte, es apreciable que todos los humanos habitamos, pero lo hacemos
de diferentes modos, según pautas culturales diversas y también en formas
idiosincrásicas. Es constatable que, dado un conjunto específico de
circunstancias, optamos por vivir de uno u otro modo, según hayamos construido
nuestras creencias, actitudes y valores. En la medida en que nuestra conducta
al habitar es resultado de una opción, en un marco de modos facultativos de
hacerlo, la forma y modo de habitar no es el resultado necesario de un orden
natural de cosas, sino propio de un ethos.
Ahora bien, el
habitar no se constituye plenamente como ethos hasta que no se autoobserva el
sujeto en su actividad. Y esta actividad está signada por el habitar como
conducta tanto como por el pensar y por el construir. De este modo, la
constitución plena del ethos del habitar supone una articulación compleja de
condiciones; por una parte conectada íntimamente con el reflexionar sobre su
objeto y por otro, vinculado a una actitud productiva transformadora. Es
entonces posible concebir al ethos del habitar como el contenido propio de una
manifestación de un ethos productivo: un ethos arquitectónico.
La constitución efectiva
del ethos es una precondición fundamental para el desarrollo consecuente de su
ética, pero no es la única. Debe constituirse una perspectiva específica, que
observe, examine y valore con método el campo del ethos. Constituir una
perspectiva implica entrever un horizonte a la conducta moral: horizonte que aloja
la presencia de dos grandes móviles de toda conducta ética. Uno, que señala una
aspiración y otro, que denota un deber. El horizonte ético señala los confines
del territorio de lo ético, a la vez que dispone orientaciones y rumbos a la
conducta dirigidos a la consecución tendencial de bienes.
Toda vez que se
constituye un horizonte ético, es necesario contar con orientaciones, esto es,
dispositivos que señalen dirección a la conducta. Las orientaciones éticas
señalan fuerzas que impelen hacia principios éticos. Como señalan direcciones,
los principios éticos aparecen apareados, actuando en forma recíproca. En forma
similar a la aguja de una brújula, uno puede ajustar su rumbo en atención tanto
a un punto cardinal como a su recíproco.
Si la felicidad (eudemonía ) constituye un punto cardinal de una conducta ética, no
lo es menos la justicia, que es un
valor genérico recíproco al primero. La consecución de la felicidad como bien
está alineada con la consecución de la justicia social ya que no es posible
concebir una buena vida que reserve la felicidad a unos pocos privilegiados en
un marco social injusto, ni una justicia generalizada que impida la felicidad
de cada uno. La constitución de lugares que proporcionen y hagan posible una
buena vida sólo puede concebirse en un marco social de justo orden de
convivencia.
La ética del
habitar concierne a todos los agentes sociales involucrados y la ética
arquitectónica es su manifestación específica. La ética arquitectónica,
entonces, no puede confundirse con la ética profesional del arquitecto, sino
configurarse a partir de la ética del habitar. La ética arquitectónica no puede
quedar constreñida al marco de un gremio profesional, sino que debe difundirse de
manera congruente en la medida en que se difunde en el cuerpo social la cultura
arquitectónica. Por lo menos desde el punto de vista ético, el saber
arquitectónico no puede concebirse como un corpus hermético cultivado
reservadamente por determinados oficiantes, sino materia de reflexión
ampliamente difundida en el cuerpo social.
De este modo, las
buenas prácticas profesionales sólo encuentran su sentido pleno en el seno de
un contexto social de buenas prácticas del habitar. En definitiva, la
verificación del valor intrínseco de las buenas prácticas profesionales
señaladas en el arquitecto se encuentra en el contexto social en que desarrolla
su actividad. Por ello, los agentes sociales involucrados tanto en la demanda
como en los servicios de la producción del habitar constituyen un ethos y una
ética que hay que desarrollar reflexivamente. La ética arquitectónica es
entonces la ética del concierto de las buenas prácticas en la producción social
del habitar.
Una ética
arquitectónica señala entonces la propia dignidad y humanidad del concierto
social que da lugar a la arquitectura. La actividad arquitectónica, que es una
actividad social compleja, reviste una específica dignidad en la manifestación
propia de la humanidad implicada por los motivos que la solicitan y promueven,
los medios de que hace uso y también los logros que consigue su obrar. El
talento profesional del arquitecto es apenas un componente necesario y
fundamental, pero la dignidad y humanidad del contexto productivo no es menos
necesario y fundamental: la buena arquitectura, en sentido ético, es resultado
de la convergencia sociocultural de la dignidad y humanidad de la sociedad que
la promueve e implementa.
La ética
profesional del arquitecto está comprometida explícitamente con la calidad de
vida en el habitar, toda vez que esta calidad de vida alcance con justicia a
todos los sujetos integrantes de la sociedad. Nuevamente, es preciso consignar
que el sentido pleno de este compromiso profesional sólo puede verificarse en
un contexto adecuado: la ética arquitectónica, que comprende a todos los
actores sociales es el trasfondo de sentido pleno a la felicidad social y a la
justicia.
Estas
consideraciones llevan a matizar el concepto dominante de la excelencia
arquitectónica, entendida generalmente como la manifestación infrecuente del
genio del talento, que sólo en ciertos lugares señalados y en circunstancias
muy específicas se verifica. La excelencia arquitectónica, vista desde un punto
de vista ético, se verifica más bien en la difusión generalizada de
arquitectura de los lugares, que armoniza los frutos del talento profesional
con modos de vida social y culturalmente adecuados, dignos y que honran el
ambiente habitado.
La ética
arquitectónica, en definitiva, es la ética de una empresa social fundamental.
Abraza al conjunto de actores sociales implicados en la producción de los
lugares y es manifestación cultural del concierto social conseguido. Las
comunidades legítimamente afincadas en su territorio desarrollan con esfuerzo y
fortuna la condición fundamental del habitar el lugar: configurar con su
arquitectura las improntas de identidad, memoria y referencia que les son
propias.
Los
bienes éticos en arquitectura
Pueden considerarse
establecidos por la tradición disciplinar tres valores que, en vinculación con
los referentes arquitectónicos concretos, constituyen bienes en arquitectura:
la sinceridad constructiva, la adecuación a la función y el decoro o forma
digna. María Antonia Frías Sagardoy (1987) destaca la correlación evidente que
tienen estos valores y bienes con la conocida tríada vitruviana: firmitas, utilitas, venustas.
Sinceridad
constructiva y probidad eficaz en el oficio
Por sinceridad constructiva se entiende, por
lo general, algo distinto a la mera buena intención en el obrar, algo distinto
a la pura eficacia técnica constructiva, algo distinto a la mera consolidación
durable estructural, o en suma, algo distinto a la simple evitación del engaño.
La denominada tradicionalmente sinceridad constructiva refiere, más
específicamente, a una recta vinculación entre ser constitutivo de los hechos
constructivos y su representación perceptiva. Esta vinculación la recorre la
noción de honestidad tanto del obrar del artífice como en la recepción
perceptiva del usuario. Quizá deba reemplazarse, con ventaja para la claridad
conceptual, la expresión sinceridad
constructiva por la de probidad
eficaz en el oficio.
La locución probidad eficaz en el oficio enmarca un
sentido específico que hace mención puntual tanto a la honradez del artífice
como a la del comitente. Implica una esencial convicción intencional común en
torno a la verdad, exactitud, o arreglo moral y técnico que dispone de medios y
fines, de constituciones efectivas y de adecuadas expresiones formales a lo
construido. La comprobable probidad eficaz en el oficio constructor es el
fundamento del carácter racional que vincula a los elementos constructivos
entre sí y que le asignan, a cada uno de
ellos, funciones específicas y formas ad hoc.
La probidad eficaz
en el oficio es algo diferente a la pura buena construcción técnica. Esta
última se juzga concluyentemente por la eficacia concreta del procedimiento y
del logro específicamente técnico del producto en un plano, pues, puramente
técnico y por ello, extra ético. La probidad eficaz en el oficio comprende
específicamente a los extremos éticos que informan a la conducta humana en la
adopción, selección y desarrollo de buenas modalidades técnico-constructivas.
Este valor y este bien ético tiene lugar en el marco propio de la cultura
tectónica de referencia.
La adecuación a la
función: la funcionalización ética
En arquitectura, la
adecuación a la función supone una correlación adecuada entre la forma
arquitectónica y las diversas implementaciones que implica la operación, el uso
y la finalidad. Toda vez que la adecuación tiene naturaleza racional, la
correlación forma-función adquiere las características de una
instrumentalización. Forma y función se vuelven entonces aspectos de la
constitución del artefacto arquitectónico como ingenio orientado teleológicamente
a un fin, destinado a un uso, así como implemento en una operación específica.
La funcionalización
en arquitectura constituye un valor en sí mismo, producto del ejercicio
racional en la constitución y el empleo de artefactos concebidos según
finalidades. La inteligibilidad funcional del hecho arquitectónico se funda en
la correspondencia entre las solicitaciones —utilitarias y operativas— y la
aptitud de la forma para satisfacerlas. Y la inteligibilidad funcional es un
aspecto ineludible en la constitución del propio logro arquitectónico. Toda vez
que se refieren necesariamente la constitución funcional de la arquitectura con
la eficaz representación de la función promovida se abren dos esferas
diferentes que adopta la funcionalización: una, específicamente arquitectónica,
que verifica en los hechos la aptitud funcional, y otra, ética-arquitectónica,
que se constata en la dimensión ética de la adecuación.
La funcionalización
ético-arquitectónica se verifica en la buena vida promovida y alentada por la
forma adecuada, confortable y sana. La buena forma arquitectónica, es,
entonces, aquella que enmarca la buena vida con todo su contenido ético
inmanente, particularizada en su relación con el espacio habitado: dimensiones,
proporciones, escalas, disposiciones y constituciones del lugar propio y digno
de aquellos que lo habitan. La dimensión ética de la función de habitar tiene
lugar en la buena forma arquitectónica, más allá de la simple y pura
verificación en la operación y el uso, en su finalidad propia.
El decoro y la
forma digna
En el tratamiento
del decoro, los territorios de la ética y de la estética se confunden. A la
buena forma arquitectónica la preceden tanto la actividad estética que busca lo
bello o lo artísticamente logrado tanto como la diligencia ética que persigue
el aspecto digno y la fisonomía propia de los hechos arquitectónicos en
consonancia con la condición de sus habitantes. Es posible proponer, a efectos
de especificar el contenido ético de la constitución arquitectónica, la locución
forma digna.
La forma digna en
arquitectura es la expresión propia del mismo decoro del habitar en lo que éste
implica como manifestación social. Supone una conformidad entre el carácter de
las construcciones y su contenido como hecho social de habitación. La forma
digna no sólo es la propia de un edificio, sino que comprende también y
principalmente al contexto en que se inserta: la dignidad se ejerce y se
manifiesta siempre en un paisaje social dado y específico. La forma
arquitectónica digna es aquella que ofrece su fisonomía propia y particular en
relación vinculante con sus convecinos en el escenario social y espacial.
En la buena forma
arquitectónica se aprecian, de este modo, tanto la propuesta específica al
juicio estético que cultiva la categoría tradicional de la venustas vitruviana,
así como la opción ética por contribuir, con la dignidad ética de la
constitución del hecho social que cada empresa constructiva entraña en los
lugares en que se implanta. La forma arquitectónica es portadora ineludible de
los signos del decoro.
Si bien la
tradición disciplinar ha cultivado morosamente estos bienes arquitectónicos,
con una intención generalizada de sintetizarlos en la realización del hecho
arquitectónico, es cierto que, a pesar de su constitución triádica y de su
intrínseca complementariedad, tienden a constituir preocupaciones distintas que
merecen diferentes grados de atención particulares. Todo hace indicar que la
constitución de bienes en arquitectura deba construir un concepto unitario de
bien arquitectónico, articulable a posteriori de su consecución.
Es posible
adelantar que este concepto unitario de bien arquitectónico tenga que referir,
no ya a específicos extremos disciplinares, sino al vínculo que se establece
entre la actividad arquitectónica y la vida social. De una forma sintética,
pero contundente, es necesario formular explícitamente qué constituye la propia
arquitectura, como bien ético, en la vida social. Con este fin, deberemos
desarrollar el perfilado general del contenido ético de la buena vida.
La
buena vida
Según Adela Cortina
son dos las cuestiones fundamentales para la reflexión ética: “la pregunta por
el bien positivo ‘qué podemos hacer para ser felices’ y la pregunta por el
sustento indispensable del bien positivo ‘qué debemos hacer para que cada
hombre se encuentre en situación de lograr su felicidad’” (Cortina: 1986: 22).
Históricamente se han desarrollado sistemas éticos que o bien parten de una o
bien de la otra cuestión: así, se constituyen sistemas de reflexión éticos de
la felicidad o del deber. Aquí partiremos de asumir que no es consistente
partir de uno u otro principio, sino que es necesario situarse en el horizonte
que los articula: el horizonte ético.
Aquí
se defenderá la tesis que sólo es posible distribuir el desvelo ético
arquitectónico desarrollando en forma concurrente una ética del deber en la
conducta arquitectónica —en lo que afecta la conducta de los sujetos—, y una
ética de la posibilidad efectiva de alcanzar una buena vida, determinada
esencialmente como finalidad, rigiendo a la propia arquitectura como
resultante. El deber obliga a la conducta de los actores sociales implicados
por la demanda, promoción y construcción del ambiente habitado. Al producto
arquitectónico logrado, en consecuencia, le exigimos legítimamente la felicidad
y la justicia como valores éticos cardinales.
La
eudemonía puede aparecer como una noción clara, aunque es innegable que es
difícil de definir o describir. Quizá por ello Kant entiende a la felicidad
como efusión de la imaginación antes que de la razón (Cortina, 1986: 22). Todo
lo que es posible afirmar es que constituye un estado de plenitud del ser y que
se encuentra en el horizonte ético: es posible dirigirse en su dirección o
percibir cuán alejado de ella puede derivarnos un curso dado de la acción. El
ejercicio recto de la razón se evidencia no tanto en la consecución del estado
material y espiritual deseado, sino de probar y comprobar cómo la acción dirige
en su dirección.
El
logro arquitectónico se verifica, más allá de la eficacia técnica, la
adecuación a la función o la consumación estética, también en la justa eudemonía.
El propósito ético de la actividad arquitectónica consiste en acceder, en la
medida en que es posible dentro de un marco dado de circunstancias, a una justa
felicidad en la vida que alberga. Por ello, el logro arquitectónico desde el
punto de vista ético, más que radicar en la emergencia de lo infrecuente del
objeto singular, debe conseguirse en el valor generalizado de un contexto.
La
ética de la arquitectura, en definitiva, se corresponde con el derecho social a
habitar. Este derecho social se manifiesta, en forma y contenido, en la
consumación de la arquitectura propia de su ambiente, contexto y circunstancia
histórica. Por ello, concurren en un mismo espacio ético, el mundo que es
posible y deseable para vivir, tanto como la arquitectura como manifestación
efectiva en el ejercicio del derecho a habitarlo.
Para una ética
arquitectónica, tal como podemos concebirla aquí, la buena vida social
constituye un horizonte ético. Este horizonte ético articula una ética de la
felicidad con una ética del deber, ambas como reflexiones recíprocamente
desarrolladas. Por ello, la buena vida no es un ideal situado más allá de
nuestro alcance, sino una dirección impuesta a un derrotero, una orientación
general a la acción práctica, el móvil finalista de nuestros emprendimientos.
No es la buena vida una utopía, sino precisamente, todo lo contrario: la buena
vida es aquella que tiene lugar en la arquitectura éticamente lograda. Y existe
tal arquitectura, cuando ésta está originada en la consecución del habitar
pleno y a éste se consagra.
El
derecho a habitar
Desde el punto de
vista ético, la buena vida que todos y cada uno de nosotros nos merecemos, es
el lugar propio de los fundamentos morales de específicos derechos humanos.
Estos derechos se han ido reconociendo progresivamente en la historia social de
la humanidad; primero los derechos civiles y políticos, luego los derechos
económicos, sociales y culturales, mientras que, incipientemente, se revelan en
la conciencia social derechos propios del desarrollo de la idea de solidaridad.
Desde ya hace
bastante tiempo, el derecho a la vivienda ha sido consagrado, al menos
declarativamente, en la legislación positiva de muchos Estados. Sin embargo, es
necesario desvelar el fundamento moral que tiene, en el marco general del
derecho a un nivel de vida adecuado, digno y decoroso. Esta indagación apunta a
desbrozar el camino a esta acuciante necesidad de encontrar el fundamento moral
que resulte en la superación del estadio declarativo, para constituir una
consigna ética y política positiva.
Los derechos
económicos, sociales y culturales pertenecen a una “segunda generación” de
derechos humanos. Mientras que los derechos civiles y políticos formulados en
la Declaración de Derechos del Hombre y
el Ciudadano se centran en el concepto de libertad y se enmarcan en una
“primera generación”, los derechos humanos de “segunda generación” se centran
en la idea de igualdad. Desde un punto de vista histórico social, los derechos
civiles y políticos son la manifestación superior en la conciencia política de
la Revolución Francesa, mientras que los derechos económicos, sociales y
culturales se manifiestan en la crisis del liberalismo burgués, a través del
desarrollo avanzado de la revolución industrial y el impulso sociopolítico
propio del proletariado.
El derecho a la
vivienda aparece comprendido en los derechos económicos, sociales y culturales.
En virtud de este carácter, se entiende que los Estados están obligados a una
acción positiva al respecto, tanto para la provisión directa de soluciones
habitacionales a toda la población, así como al diseño de políticas de
promoción, construcción y acceso que aseguren el ejercicio de este derecho. Al respecto,
el Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales[1],
en su artículo 11º, declara:
Los Estados Partes en el presente Pacto
reconocen el derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado para sí y su
familia, incluso alimentación, vestido y vivienda adecuados, ya a una mejora
continua de las condiciones de existencia. Los Estados Partes tomarán medidas
apropiadas para asegurar la efectividad de este derecho, reconociendo a este
efecto la importancia esencial de la cooperación internacional fundada en el
libre consentimiento.
Sin embargo, en los
hechos, esta declaración se objetiva como un derecho programático, esto es, una expresión de deseo o de buena
voluntad, que no supone necesariamente una obligación jurídica exigible para los
Estados, ni tampoco a la comunidad internacional. En lo que toca a la vivienda,
el déficit cuantitativo y cualitativo es agudo en los países subdesarrollados,
pero también está presente en países relativamente prósperos. También hay que
hacer notar que el derecho a la vivienda se encuentra comprendido en una idea
más amplia y sintética de nivel de vida,
asociada además al concepto de mejora continua.
En la Observación general Nº 4 de 1991, el
Comité encargado del estudio del contenido y consecuencias del Art. 11º del
Pacto, considera:
En opinión del Comité, el derecho a la
vivienda no se debe interpretar en un sentido estricto o restrictivo que lo
equipare, por ejemplo, con el cobijo que resulta del mero hecho de tener un
tejado por encima de la cabeza o lo considere exclusivamente como una
comodidad. Debe considerarse más bien como el derecho a vivir en seguridad, paz
y dignidad en alguna parte. Y así debe ser por lo menos por dos razones. En
primer lugar, el derecho a al vivienda está vinculado por entero a otros
derechos humanos y a los principios fundamentales que sirven de premisas al
Pacto. Así pues, “la dignidad inherente a la persona humana”, de la que se dice
que se derivan los derechos del Pacto, exige que el término “vivienda” se
interprete en un sentido que tenga en cuenta otras diversas consideraciones, y
principalmente que el derecho a la vivienda se debe garantizar a todos, sean
cuales fueren sus ingresos o su acceso a recursos económicos. En segundo lugar,
la referencia que figura en el párrafo 1 del artículo 11 no se debe entender en
sentido de vivienda a secas, sino de vivienda adecuada. Como han reconocido la
comisión de Asentamientos Humanos y la Estrategia Mundial de Vivienda hasta el
año 2000 en su párrafo 5: “el concepto de “vivienda adecuada”… significa
disponer de un lugar donde poderse aislar si se desea, espacio adecuado,
seguridad adecuada, iluminación y ventilación adecuadas, una infraestructura
básica adecuada y una situación adecuada en relación con el trabajo y los
servicios básicos, todo ello a un costo razonable”
En la medida en que
se van precisando los conceptos, del derecho a la vivienda, a secas, se va
transitando a una especificación más clara: el
derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado implica, entre otras consideraciones,
el derecho a una vivienda adecuada, digna y decorosa.
La idea de adecuación recoge en una síntesis
conceptual un conjunto de ajustes que una estructura física debe tener para
considerarse el objeto legítimo del derecho a la vivienda. La vivienda,
entonces, es específicamente una vivienda
adecuada, esto es, un artefacto capaz de asegurar determinados estándares
objetivos y funcionales, situado en condiciones favorables para vincularse con
todos los aspectos —económicos, sociales y culturales— que hacen posible la
vida en comunidad y accesible a toda persona, independientemente de su nivel de
ingresos. Debe advertirse que la idea de adecuación, si bien necesaria para no
restringir indebidamente la idea de vivienda a la del cobijo bajo un techo, no
es suficiente aún para caracterizar la totalidad de las condiciones de la cosa
que permite el ejercicio subjetivo del derecho a un nivel de vida adecuado.
Por su parte, la
idea de dignidad hace mención al
vínculo entablado entre el artefacto construido y la existencia que allí tiene
lugar. Una vivienda digna es la que corresponde a una existencia digna, esto
es, a una relación entre los habitantes y su lugar de características que
aseguren, en cualquier contexto, que la vida humana es siempre un fin y nunca
un medio, según la formulación kantiana. Es el derecho fundamental de todo ser
humano a existir dignamente el que es siempre un fin en sí mismo y la
arquitectura del lugar es el medio para manifestar el vínculo digno entre su
existencia y el lugar en el mundo que ocupa. Si la idea de adecuación se
construye sobre la satisfacción de lo necesario racional y objetivo, la idea de
dignidad se construye en la superación, intrínseca a la condición humana, de
estas necesidades en un marco de lo posible. La idea de dignidad, entonces,
abre lugar a los valores que están más allá de lo necesario, y que sitúan al
lugar del hombre en un escenario de posibilidades y asunción positiva de
opciones.
La adecuación y la
dignidad, presentes en la idea de vivienda como objeto de derecho, interactúan
entre sí para hacer emerger una tercera idea, necesaria para construir
sintéticamente el concepto: tal idea es la de decoro. La vivienda decorosa es aquella que manifiesta su condición
sintética superior de resultar la mejor opción efectivamente conformada en el
marco de las posibilidades que determina la dignidad. Por decoro no debe
entenderse un aditamento facultativo a un conjunto necesario de propiedades,
sino el resultado del concierto de condiciones objetivas y subjetivas que hacen
de la vivienda un producto arquitectónico humano. El decoro es, en definitiva,
el modo socialmente adecuado y digno en que todo habitante manifiesta, ni más
ni menos, su presencia identificadora.
Considerando el
concepto de vivienda adecuada, digna y decorosa, el derecho de todos y cada uno
a ella es un emergente particular de una consigna ética y política de una buena
vida. Es preciso recordar que el derecho a la vivienda está enmarcado y
solidarizado con otros aspectos, tales como la alimentación y el vestido, que
se sintetizan en la formulación del derecho a un nivel de vida digno. Si se
atiende a este punto, debe observarse que la vivienda se ha tematizado en la
conciencia social de un modo aún insuficiente. Esta insuficiencia tiene dos
dimensiones principales: una, que refiere a la extensión de la semántica del
término y otra, a la escala conceptual que da cuenta del objeto.
En la actualidad se
abre paso en la conciencia social una pertinente y oportuna extensión del
objeto del derecho a un nivel de vida adecuado, digno y decoroso: el derecho a
una vivienda con tales condiciones se articula con el denominado derecho a la ciudad. Se observa que la
residencia es sólo un aspecto, singularmente importante, del complejo problema
social del habitar contemporáneo. Es preciso considerar, entonces, una vivienda
adecuada en un contexto también adecuado; una vivienda digna en un marco digno
de circunstancias y una vivienda decorosa en un escenario no menos decoroso.
También es oportuno considerar el hecho que la ciudad no sólo es el contexto,
el marco y el escenario de la vida económica, social y cultural, sino que es
una condición sintética que manifiesta la constitución de la vida
contemporánea.
La ciudad
contemporánea, en su constitución efectiva, es la forma en que se organizan las
interacciones sociales tanto en estilos de vida como en la relación entre los
asentamientos humanos y el ambiente (Cfr. Harvey, s/f.). El hábitat humano
encuentra en la escala de la ciudad la manifestación de las condiciones humanas
superiores del habitar, con sus luces y también con sus sombras. La locución derecho a la ciudad apunta a todas las
condiciones del contexto que revelan el sentido de un habitar decoroso.
Mientras que el derecho a la vivienda es concebido como un derecho de todos y
cada uno de los sujetos, el derecho a la ciudad es un derecho común, un derecho
de los pueblos o las gentes.
Una vez que se
considera la situación concreta del habitar se observa claramente que la
adecuación, dignidad y decoro de una vivienda particular adquieren su pleno
sentido sólo en un contexto que permite verificar sus condiciones. El derecho a
la ciudad no es, en consecuencia, una mera extensión territorial del derecho a
la vivienda, sino una precisión necesaria del derecho a habitar un lugar, el que comprende tanto la
escala doméstica así como, en las actuales circunstancias, la escala urbana y
también la territorial. En realidad, la precisión necesaria del derecho a la
ciudad revela que el derecho a la vivienda es apenas el primer emergente de un
derecho concebido en términos más globales: el
derecho a habitar.
Por otra parte,
concebir el derecho humano fundamental a habitar implica ya no sólo reivindicar
el derecho a una residencia en un contexto ciudadano adecuado, digno y decoroso,
sino mucho más que eso. Implica el derecho a habitar, con felicidad y justicia
social todos los lugares: los de
residencia, de trabajo, estudio, ocio… Allí donde se encuentre un ser humano,
su derecho fundamental a habitar exige con toda justicia que se verifiquen allí
las condiciones de adecuación, dignidad y decoro.
El derecho a
habitar es el fundamento moral de sus expresiones específicas en el derecho a
la ciudad y a la vivienda. La existencia humana se realiza siempre en lugares,
esto es, no es posible desarrollar ningún hecho vital humano desprovisto de una
localización espacio-temporal determinada. En virtud de ello, ninguna
articulación del espacio —arquitectónica, funcional, económica, social,
cultural, jurídica o política— puede ignorar que todos y cada uno de los
humanos que coexisten en un hábitat tienen derecho a unos lugares adecuados,
dignos y decorosos. Por ello, el sujeto pasivo del derecho a habitar es la
misma sociedad. Este sujeto —todos nosotros— estamos obligados moralmente con
la construcción de un orden justo y feliz que constituya para todos y cada uno,
un lugar habitado con plenitud.
Bibliografía
Cortina,
Adela (1986). Ética mínima. Madrid:
Tecnos (Sexta ed.: 2000).
Diab,
Fernanda (2008). “Fundamentación del Derecho a la Vivienda”. En revista Actio, nº 10, Montevideo, Facultad de
Humanidades y ciencias de la educación, diciembre de 2008
Frías Sagardoy, María Antonia (1987). “El bien en
arquitectura”. En: Anuario
Filosófico, 1987, (20), 159- 164.
Harvey, David (s/f). “El derecho a la
ciudad”. Consultado el 31/08/11en <http://www.hic-al.org.>
Heidegger, Martin (1954). “Construir, habitar,
pensar”. En Conferencias y artículos.
Barcelona: Ediciones del Serbal.
Maliandi, Ricardo (1990). Ética: conceptos y problemas. Buenos
Aires: Biblos, (Tercera ed.)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario