Resumen
El habitar, considerado como práctica social, implica
unos conjuntos estructurados de acciones dirigidas u orientadas según un
propósito específico, el que, en este caso, es constituir una presencia humana
en el espacio y en el tiempo. Este propósito específico constituye, de un modo
concreto un “aquí y ahora”, que configura el escenario o marco de la vida en
todas sus manifestaciones. En cierta forma, todas y cada una de las conductas
humanas contienen como significado fundamental en un situarse o localizarse. En
este artículo se repasará el amplio panorama de las prácticas sociales específicas
implicadas por el habitar.
Abstract
Inhabiting, when considered a social practice, implies
an organized ensemble of actions oriented according to a specific purpose which
in this case is to construct a human presence in time and space. This specific
purpose constitutes concretely “the here and now” that shapes the scenario or
life framework in all its expressions. In some way each and every human
behavior has as a fundamental meaning to locate. In this article the wide
picture of the social practices that are implied by inhabiting will be
reviewed.
Palabras
clave: Prácticas, habitar, proyectos,
arquitectura, sociedad
Key
words: Practices, inhabiting, projects,
architecture, society
El
habitar como práctica social
El habitar,
considerado como práctica social, implica unos conjuntos estructurados de
acciones dirigidas u orientadas según un propósito específico, el que, en este
caso, es constituir una presencia humana en el espacio y en el tiempo. Este
propósito específico constituye, de un modo concreto un “aquí y ahora”, que
configura el escenario o marco de la vida en todas sus manifestaciones. En cierta
forma, todas y cada una de las conductas humanas contienen como significado
fundamental en un situarse o localizarse.
Las acciones de
situarse o localizarse tienen siempre un carácter social: el lugar y momento en
donde se verifican tienen expresos significados de esta índole. Se configuran
lugares no sólo con la presencia particular en el espacio y el tiempo físico o
ambiental, sino también —y quizá principalmente— en un lugar social: las
proximidades y alejamientos, las formas específicas que adopta en cada caso el
habitar tienen un profundo significado en la vida social. La propia
configuración de cada particular estilo de vida tiene, en definitiva, un
aspecto identificador de naturaleza social.
El lugar de la
morada es el foco en donde se concentran con más nitidez las expresiones,
modulaciones y producciones del habitar. La morada es un origen de coordenadas
y el foco de un campo triplemente condicionado: desde los puntos de vista
físico-ambientales, socio-económicos y políticos. De esta manera, la estructura
del habitar atraviesa toda la vida social desde la infraestructura material, la
estructura social y económica y la superestructura. Es necesario advertir que,
en una perspectiva teórica adecuada, no puede plantearse, siquiera
operativamente, la constitución simple de un “problema de la morada”, al que
seguiría necesariamente una solución física, social y política simple, sino y
en todo caso, una estructura compleja de problemas que afectan el núcleo de
condiciones de la totalidad de la vida en sociedad.
Pero la morada es
sólo un foco a partir del cual se organiza el habitar del territorio. Todas y
cada una de las acciones sociales tienen una localización concreta y el
habitar, en su integralidad, constituye una estructura articulada de prácticas sociales
que se desarrollan efectivamente en el territorio. Estas prácticas adoptan
alternativamente aspectos solidarios en donde una comunidad concreta se
construye a sí misma y también aspectos competitivos en donde los individuos y
los grupos disputan recursos, valores y emplazamientos. De este modo, la
articulación de las prácticas sociales del habitar informa como contenido a las
formas arquitectónicas del hábitat.
La teoría
arquitectónica del habitar apunta a caracterizar positivamente las formas arquitectónicas
del hábitat a través de la comprensión general y exhaustiva de las prácticas
sociales del habitar. Se apuesta aquí a observar, describir, comprender y
valorar los modos concretos en que estas prácticas sociales informan a las
orientaciones políticas para luego resultar en la efectiva estructura
articulada de la arquitectura del hábitat. A partir del entendido que el
habitar es la condición finalista de todo emprendimiento arquitectónico, sea
cual sea su escala —edificios, ciudades, territorios—, es pertinente abordar
una heurística específica que tome a las prácticas sociales del habitar como los
promotores eficaces de la arquitectura del hábitat.
Los
proyectos sociales del habitar
Habitar es un
proyecto. El habitar como práctica supone no sólo un estado efectivo de hecho,
sino un proyecto de construcción morosa y constante de la propia vida entendida
como futuro. Por ello, deben examinarse no sólo las prácticas efectivas de los
agentes sociales, sino también las proyecciones que implican. Hay en las
prácticas del habitar un importante componente de sentido provisto precisamente
por las perspectivas entrevistas del futuro, en la medida en que éstas últimas
otorgan razones efectivas a los móviles de las acciones.
La idea de proyecto
está indisolublemente ligada a la idea de transformación.
En efecto, todo proyecto y toda transformación parten del examen crítico de un
estado de las cosas dado, proponen un cambio de estado consecuente de un
proceso de acción social mancomunada dirigida a una nueva configuración y
dirigen efectivamente las fuerzas y potenciales sociales en el obrar. El
proyecto transformador, en definitiva, hace del espacio una arquitectura
habitada y del tiempo, una historia.
Si habitar es un
proyecto, entonces lo que habitamos
es un proyecto. No es por cierto un proyecto elaborado unitaria y acabadamente
por una personalidad —benigna, maligna o
indiferente— sino que es un proyecto social. Este proyecto social no por tácito
es menos operativo: lo que la realidad del hábitat constituye es efecto
necesario de un proyecto. No es un fruto espontáneo de las puras energías de la
naturaleza, ni del azar. El proyecto social del hábitat es una resultante
efectiva tanto de la continuidad histórica como de la ruptura crítica y es el
resultado de un concreto concierto social tanto expresado por afinidades
solidarias como por conflictos competitivos.
Hay que entender
que en la arquitectura efectiva del hábitat concurren diversos y a veces
antagónicos proyectos sociales. En ciertos casos muy afortunados se consigue —y
habrá que averiguar cómo— una razonable armonía. Pero la nota dominante, aquí y
ahora, es un conjunto discordante de diversos proyectos, los que resultan en
configuraciones hegemónicas y también contestaciones que conforman un cuadro en
donde no es posible asegurar una razonable perspectiva de sustentabilidad.
Parafraseando a Horacio Capel (2001), se reconocen problemas tanto en el hábitat como del propio hábitat.
Los proyectos
hegemónicos en el desarrollo formal de nuestro hábitat contemporáneo lo
constituyen los proyectos empresarios del
habitar. Decididamente apoyados en la especulación inmobiliaria y movidos
por el afán de lucro, estos proyectos tienden a desarrollarse en las regiones
más favorecidas —desde el punto de vista físico-ambiental tanto como del
socio-económico— apostando en lo fundamental al sostenido incremento del valor
del suelo y de las localizaciones diferenciales. Responden puntual y
funcionalmente a las demandas sociales de los estratos sociales superiores,
ofreciendo los productos que, desde el punto de vista físico, funcional y
simbólico, señalen claramente una distinción social positiva.
El conocimiento
minucioso del comportamiento del mercado, que dominan específicamente los
agentes inmobiliarios, consorciados funcionalmente con el poder efectivo
—socio-económico y estratégico— de los comitentes-inversores son elementos
fundamentales para configurar efectivamente los proyectos empresarios del
habitar. Estos emprendimientos se fundan en una disponibilidad estratégica de
suelo y recursos financieros dispuestos para ser instrumentados en los lugares
y momentos más oportunos. Es común que el mercado consumidor inmediato de
grandes emprendimientos inmobiliarios no esté, en lo fundamental, constituido
por clientes-usuarios, sino por clientes- inversores de menor escala relativa
que los comitentes-promotores.
El núcleo central
de las apuestas en esta modalidad de proyecto social del hábitat es que los
valores inmobiliarios tienden históricamente a incrementarse, por efecto del
crecimiento económico que se opera en las áreas urbanizadas. Precisamente en
aquellas regiones donde tiendan a concentrarse los habitantes de mayor poder
adquisitivo, concurrirán ingentes flujos de inversión social —privada y
pública— que resultarán en una valorización efectiva de los inmuebles
particulares. A pesar que a lo largo del tiempo el valor intrínseco de lo
construido disminuye por efecto de los procesos físicos degresivos, el
incremento histórico del valor del suelo compensa con creces este fenómeno.
Los diferentes
estratos sociales consumidores, por su parte, operan activamente en la
producción de la ciudad al adoptar conductas de asentamiento diferenciadas en
función a elecciones de tipo táctico. Todos buscamos el emplazamiento urbano
que nos parece adecuado para nuestro deseado modo de vida, en una transacción
con las posibilidades de nuestros
ingresos. Las diferentes conductas de asentamiento suponen un complejo
entramado de apropiaciones adquisitivas y apropiaciones de uso.
La apropiación adquisitiva de un inmueble
implica: a) consolidar un volumen dado de capital patrimonial que se expresa
como reserva de valor; b) acceder a una cuota de capital social, fuente
jurídica de derecho a la inversión pública urbana; c) configurar positivamente un
capital cultural, toda vez que se instituyen valores y escalas de valores en
torno al estatuto del propietario; y d) participar también de un capital
simbólico como manifestación de una identidad social dada. (Núñez, 2002)
La apropiación de
uso de un inmueble, por su parte, supone: a) la consumación real de la renta de
un capital patrimonial; b) el ejercicio básico y fundamental del derecho a la ciudad; c) la participación
del beneficio global del capital cultural de la comunidad urbana; y d) la
suscripción del capital simbólico como manifestación de la identidad urbana.
El comportamiento
del factor suelo urbano como componente del valor de los inmuebles muestra
ciertas peculiaridades que lo diferencian del resto de las mercancías. En el
mercado de los alimentos o de la vestimenta, el aumento de la oferta hace bajar
los precios, mientras que la escasez relativa los hace subir. Sin embargo, los
precios de los inmuebles tienden en general a crecer, y a hacerlo por encima
del índice general de precios de consumo. Al respecto, señala Fernando Roch:
Los precios de las
viviendas (no tiene sentido hablar en singular porque precios hay muchos y
viviendas también y los valores medios no significan nada) tienen dos
dimensiones que son fundamentales y son dos dimensiones físicas: tiempo y
espacio que referidos a una sociedad son historia y geografía. Ninguna de ellas
tiene que ver con la cantidad.
Dicho de forma muy
simplificada, el precio de una vivienda, y todo el mundo lo sabe porque de lo
contrario todo sería de otra forma, depende del lugar en que se encuentra y del
momento en que se vende. Pero no depende de la coyuntura que es un momento que
ignora lo que ha ocurrido antes y no le interesa lo que va a ocurrir después,
sino del momento histórico, es decir, de la memoria de la historia inmobiliaria
de la ciudad de que se trate.(Roch, 2005)
Concordando en
general con el autor citado, se constatan dos hechos: a) el precio de una
vivienda no se ve afectado por la cantidad ofrecida, sino por su localización
diferencial, y b) el modelo propietarista dominante en la actualidad conduce a
la explotación efectiva del capital patrimonial de las familias. Estos factores
conducen a que el precio de un inmueble sea, en los hechos, un valor de exclusión:
No es obligatorio que las
diferentes clases se repartan de esta forma en el espacio de la ciudad pagando
por ello el precio necesario para que el escalón inferior quede excluido, pero
lo cierto es que lo hacen y que se trata de una práctica social que tiene ya
una considerable tradición histórica, y que parece de momento imposible de
desarraigar. Ahí está la razón del precio, pagar lo que uno sí puede, forzando
la propia capacidad, para excluir a los que no pueden aunque se esfuercen. Los
precios resultantes de este mecanismo de exclusión y segregación que agrupa a
los iguales son superiores a los de construcción. Ese exceso se lo queda el que
puede, que normalmente es el que posee el suelo o la vivienda cuando los
precios suben. De esta forma el precio del suelo es una resultante y no
condiciona el precio de las viviendas. (Roch,
2005)
El suelo urbano, como factor económico, no es un producto (ni un insumo productivo,
como en el caso de la explotación agrícola), ni un medio de producción
(Moliner, 2005). Sin embargo, es portador de un valor de cambio, en alza y estratégico: la demanda efectiva del
consumidor (y su conducta de consumo adquisitivo), lo objetivan claramente. Es
necesario preguntarse cuál es la producción efectiva que le da origen, porque
es claro que el valor de toda mercancía es la forma objetiva del trabajo social
invertido en su producción. Es la sociedad urbana asentada en un emplazamiento
físico concreto y a lo largo de un devenir histórico determinado la que produce
la ciudad. La producción efectiva de bienes debe situarse concretamente en
ciertos lugares y momentos: el alza del precio en el suelo urbano es la
expresión localizada, en una aquí y ahora concreto de un espacio físico y
económico anisótropo. El producto económico de la sociedad urbana en la ciudad es la que crea e impulsa al
alza el valor del suelo urbano. Lo curioso es que este incremento global del
valor sólo se distribuye entre los inmueblehabientes y se realiza en el
intercambio mercantil.
Aparte de los
mecanismos de mercado que propician en forma localizada el desarrollo del
hábitat de los sectores hegemónicos de la sociedad, operan con singular
claridad los proyectos públicos del
habitar. La acción del Estado y de los gobiernos municipales encauza normativa
y administrativamente el desarrollo de la arquitectura del hábitat. A través de
políticas sociales específicas, también se promueven diversas acciones para
facilitar el acceso a la habitación de sectores sociales que, librados a sus
fuerzas, no podrían ver sus demandas satisfechas fluidamente por la oferta
privada empresarial.
Así, diversos
organismos públicos promueven y colocan productos inmobiliarios en
emplazamientos diversos a los suministrados por el mercado, facilitando con
diversas medidas el acceso a los mismos a sectores medios y medio bajos,
mediante créditos hipotecarios. En general, los proyectos públicos del habitar
complementan la acción del mercado inmobiliario, ensanchando la cobertura
social a la vez que se desarrollan regiones funcionales a la estructura global
del hábitat, allí donde los proyectos empresariales no alcanzan a actuar
efectivamente.
Pero aún con los
emprendimientos empresariales y con la acción de los organismos públicos no se
logra satisfacer integralmente al conjunto de las demandas sociales,
especialmente de los estratos sociales más desfavorecidos. Estos sectores deben
afrontar su población en las formas más carentes y precarias. Como fruto de la
acción militante de activistas sociales emergen, entonces, los proyectos sociales del habitar. Estos
proyectos, de claro contenido reivindicativo, se formulan en general como una
alternativa social, económica y política tanto a la acción empresaria y también
a la acción pública.
En la actualidad,
los proyectos sociales del habitar empiezan a trascender la demanda básica de
acceso a una vivienda digna, para reivindicar, cada vez con mayor claridad, un derecho a la ciudad, que es, ahora y de
modo incipiente, una formulación en la conciencia social de un entrevisto
derecho social al hábitat. El elemento de mayor interés radica en que supone no
tan sólo una demanda social, más o menos claramente formulada, sino un proyecto
que tiene a la denominada producción
social del hábitat como proyecto alternativo al dominante.
Las
instancias críticas y propositivas del habitar
Al entender el
habitar como proyecto no sólo se desvelan algunos rasgos significativos de la
constitución efectiva de la arquitectura del hábitat. También se revela el
habitar como instancia crítica, que promueve un proceso de transformación, a lo
que sigue, como consecuencia, una eventual formulación propositiva respecto al
hábitat que debe ser construido en el futuro. A partir de esto, se hace
necesario revisar las dimensiones críticas del habitar.
La más inmediata y
evidente de las dimensiones del habitar es la doméstica. Esta es la dimensión de las experiencias relativamente
más intensas y cotidianas del habitar, a las que se confiere intensos valores
de identidad, memoria y referencia. La buena vida encuentra allí una clara y
especial configuración: el confort físico se articula con un marco seguro de
alojamiento y con los modos más profundos y entrañables de soñar. La calidad de
vida se manifiesta en la disposición de servicios básicos, con la funcionalidad
de los equipamientos y con la representación simbólica de lo propio. Por su
parte, el cabal estilo de vida encuentra en la dimensión doméstica una nítida
expresión tanto en el atrezzo general como en su trasfondo íntimo.
La siguiente
dimensión del habitar es la contextual,
esto es, la dimensión del lugar no sólo inmediatamente circundante a la morada,
sino del territorio explorado y
transitado cotidianamente en donde se vincula la residencia con el lugar de
trabajo y con los lugares de consumo. No se trata sólo de la vecindad, sino del
territorio habitado en forma recurrente en el desempeño cotidiano: hay que
entender esta dimensión no sólo a través del examen de las proximidades o
lejanías físicas, sino en la intensidad, orientación y estructura efectiva de
los desplazamientos en el espacio y en el tiempo, afectados por los medios de
transporte implementados y la importancia relativa que cobran los puntos
extremos de cada trayecto posible.
Una tercera
dimensión del habitar la constituye la dimensión ciudadana. Se trata de la dimensión que abarca un establecimiento
social configurado de manera integral, resultado de un equilibrio dinámico
entre la población radicada y un territorio tributario, dotado de peculiar
fisonomía, historia y proyección de futuro. Lo anterior no deja de ser un largo
circunloquio para circundar la idea de ciudad, la que se vive como una
evidencia clara, pero que su rigurosa definición es tarea ardua o quizá
imposible. En la actualidad, la habitación efectiva de la ciudad es una
realidad, en donde aún la localización más o menos remota en el campo no deja
de tener a una ciudad como referente de habitación social ineludible.
Por fin, la última
dimensión, mucho más vasta y difícil de definir en forma terminante en su
contorno efectivo, es la dimensión territorial.
Una expresión más o menos nítida de esta dimensión se constituye en el Hinterland de una ciudad. En las
condiciones actuales del desarrollo efectivo en lo social, lo económico y en lo
político la escala territorial del habitar también comprende complejas y
jerarquizadas tramas que interligan las ciudades entre sí y con respecto a
vastas áreas metropolitanas. Basta con considerar el papel que ha cobrado
Montevideo en el territorio nacional y también apreciar el desarrollo de Buenos
Aires con respecto a las relaciones que entabla la cuenca platense con el resto
del mundo.
Los proyectos
empresarios sobre el hábitat se aplican, en lo fundamental, a señalar regiones
del territorio en donde tienden a concentrarse los estratos superiores de la
sociedad, proponiendo una localización diferencial allí donde, según las
condiciones históricas que lo promueven, se encuentren las mejores condiciones
físico-ambientales, se reúnan los sectores sociales prestigiosos y en las
ocasiones en donde se produzca un sostenido aumento en el valor diferencial inmueble.
Por ello, siguen y promueven ciertos movimientos sociales en sus
desplazamientos locativos en el territorio. Los sectores pudientes desalojan
ciertas áreas centrales de las ciudades, acosadas por el deterioro físico y
ambiental, el avance de la tugurización y la sustitución funcional, para pasar
a residir en zonas residenciales en donde encuentran adecuadas conectividades
con el resto del territorio, allí donde se concentran las localizaciones de
sectores sociales relativamente más homogéneos.
La “colonización”
del territorio producto de la movilidad social es un factor importante en la
expansión urbana y de la segregación socioespacial. Las ciudades tienden a
constituirse en una suerte de mosaico en donde ciertas regiones son ocupadas
casi en exclusividad y desde un punto de vista tanto físico como simbólico por
diversos grupos sociales diferenciados. Las antiguas identidades barriales son
sustituidas por señales de clase y de subculturas.
Otro aspecto
sociológicamente relevante se produce mediante las operaciones de
revitalización urbana de zonas relativamente depreciadas. En éstas, en general,
se observa un desplazamiento de la población pobre, reemplazada por sectores
medios, a través de un proceso que se denomina “gentrificación”. De este modo, ciertas
áreas son remozadas física y económicamente, y son objeto de una revalorización
simbólica. Esta operación, lejos de beneficiar a la población residente de
bajos recursos, la obliga en general a migrar a otras zonas en donde el valor
social, económico y simbólico del emplazamiento le sea relativamente afrontable
Aún existe otro
fenómeno de movimiento social en los emplazamientos habitados. En general, en
ciertas zonas centrales de la ciudad tienden a concentrarse empresas que
realizan una sustitución funcional de territorios antes ocupados por viviendas,
con lo que amplias zonas de la ciudad se caracterizan fundamentalmente por la
concentración de lugares habitados por el trabajo, lo que implica el
desplazamiento de habitantes y también de toda la trama de servicios que sirven
a la vivienda, sustituidos por otra red que responde puntualmente a las
demandas sociales de las empresas..
La acción pública,
tanto del Estado como de los gobiernos municipales se aplica a encauzar
políticamente la acción empresaria sobre el desarrollo del hábitat. Las medidas
adoptadas van desde una regulación general del marco de acción de los agentes
privados hasta la intervención planificadora y promotora tanto de viviendas y
otras instalaciones habitables, así como el desarrollo de redes de
infraestructuras que sirven a la estructura territorial y urbana del hábitat.
La actividad de los
organismos públicos especializados pone de manifiesto la intención pública de
intervención, relativamente más o menos intensa, en la promoción de la
construcción de viviendas y emplazamientos habitables destinados en general a
sectores sociales medios. Los medios para desarrollarlos son variados y van
desde el uso de suelo de propiedad estatal, la promoción pública a partir de
proyectos realizados en el seno de los organismos, contratando mediante
licitación la construcción; hasta la licitación conjunta de compraventa de
solares con la financiación de la construcción, según proyectos propuestos por
los agentes privados.
Con mucho, las
instancias tanto críticas como propositivas sobre el habitar que adoptan formas
claras de alternativa a las dominantes son formuladas, en la actualidad, por
los activistas sociales, los que dan expresión a las demandas sociales de
sectores medio bajos y bajos. Como producto de la cultura sindical y de la
movilización social, reivindican el derecho a la vivienda y se aplican a
configurar tanto nuevos proyectos sociales del habitar, así como modos
alternativos de producción y acceso al usufructo de los emplazamientos habitables.
Para estos agentes, existe el convencimiento más o menos generalizado que ni el
mercado ni la acción pública tradicional ofrecen soluciones viables a sus
problemas y apelan a modalidades alternativas de ahorro, solidaridad, aporte
organizacional y de trabajo, así como apuntan a formas sociales de apropiación,
tales como la cooperativa.
Prácticas
de concepción y estilos de habitar
Las prácticas de concepción del habitar informan de un modo
particular las construcciones materiales y simbólicas del habitar al
configurarse, de modo más o menos consciente en estilos de habitar, los que son
expresión física, existencial y simbólica de estilos de vida socialmente
configurados. Los estilos de habitar se manifiestan, al menos, en tres aspectos
fundamentales. En primer lugar, constituyen prácticas de construcción de identidad, esto es, una sistemática
proyección de una fisonomía particular sobre un escenario que se arregla según
una legítima apropiación. En segundo término, también constituyen efectivos reservorios
de memoria, toda vez que el estilo de
habitar registra atavismos, tradiciones y costumbres que tienden a persistir a
lo largo del tiempo, confrontadas siempre con las mutaciones históricas. Por
último, existe un importante aspecto en lo que toca a la referencia, esto es, a la asignación recurrente de significado a
las formas dispuestas en el habitar.
Los aspectos
concretos e idiosincrásicos de identidad, memoria y referencia originan, más
que cristalizaciones rígidas, elaboraciones coherentes y sistemáticas de
constructos. El estilo de habitar, como expresión de un estilo de vida, es un
constructo en elaboración constante y morosa, con precisos orígenes, con
particulares desarrollos y con sus puntuales figuraciones efectivas. Cabe
distinguir, en esta construcción, la constitución genuina de estilos de habitar
como constructos culturales, que
siguen reglas endógenas de constitución, desarrollo y manifestación, por una
parte, y, por otra, los fenómenos de aculturación,
que resultan del préstamo o adquisición de constituciones o reglas exógenas.
En el trasfondo del
habitar radica la noción operativa de la
buena vida. No se trata sólo de una idea, de la cual se pueda configurar un
concepto acabado, sino de un dispositivo elaborador de constructos que moviliza
y orienta las elecciones, prioridades y realizaciones efectivas. Tampoco se
trata de un puro ideal, al que cada uno tienda a acomodar la realidad efectiva,
sino de un parangón, un instrumento de medida de valor para juzgar tanto el
conjunto como cada una de las circunstancias. La buena vida constituye el
trasfondo del sentido del habitar tanto en sus manifestaciones racionalizadoras
como en sus dimensiones afectivas.
Por una parte, la
buena vida es una estructura de representación social internalizada
profundamente en el sujeto, construida morosamente con las formas de
aprendizaje más íntimo o poco consciente y que nunca se revela explícitamente
del todo. Es resultado de la interacción plena y constante de las experiencias
subjetivas particulares con las solicitaciones de la vida social, que operan
tanto en la dirección de afiliación del sujeto a un grupo, así como a la
identificación a costa de la diferenciación y distinción. La buena vida, como
estructura de representación social profundamente internalizada informa, desde
el trasfondo que nunca aflora en su plenitud racional, a nuestras más básicas
nociones y valores de la calidad de vida.
Por otra parte, la
buena vida también es un dispositivo estructurador de la conducta social del
sujeto. La interacción social cotidiana y recurrente enseña cada día al sujeto
a desenvolverse efectivamente dentro de un marco de ajuste relativo, que
constituye una manifestación de un estilo
de vida. El estilo de vida es la manifestación pública, en el escenario
social, de la efectiva capacidad de actuación social de los sujetos que
encarnan una posición y un papel concretos.
Una teoría
arquitectónica del habitar debe afrontar aquí un arduo desafío: abordar
mediante un asedio científico riguroso el estudio de las prácticas de
concepción del habitar, urdidas con materiales a veces inconscientes, que se
manifiestan en diversos estilos de vida. Es necesario un análisis profundo de
los constructos simbólicos en torno al habitar y también en las
representaciones fantasmáticas. ¿Cómo queremos habitar? ¿Cuáles son los valores
efectivamente puestos en juego por las formas profundas y genuinas del deseo?
¿Qué significa, tanto en la vida real como en la vida soñada, habitar?
Prácticas
de proyecto de habitar
El habitar, que es
siempre un proyecto, adquiere una peculiar fisonomía en la situación
contemporánea, signada por las movilidades. Las carreras formativas se
prolongan y toman cursos azarosos: no es sencillo encontrar un camino
acumulativo simple, dirigido con caminos de una sola vía ascendente en la
movilidad social. La inserción en el trabajo es dificultosa para los jóvenes e
insegura para los adultos: abundan las alternancias en los empleos y las
reestructuras que dejan en la calle de un día para el otro a ingentes cantidades
de empleados. Los tradicionales proyectos de constitución hogareña y familiar,
que suponían proyectos de toda la vida, mutan en alianzas informales (la
nupcialidad regular tiende a descender), que resultan precarias (los divorcios
y separaciones tienden a crecer). La emancipación social y económica de los
jóvenes tiende a retrasarse.
La escala doméstica
del habitar verifica hoy un conjunto variopinto de situaciones. Sin embargo,
las representaciones —tanto racionales como inconscientes— del habitar doméstico
persisten en considerar modélicos a la pareja heterosexual que cría sus propios
hijos hasta su emancipación al fin de la adolescencia. Ante estas profundas
mutaciones en los estilos de vida, las viviendas siguen obedeciendo, en su
disposición fundamental, a los modelos tradicionales de estilo de vida, pero
alojan en su seno arreglos microsociales de la más variada constitución.
El racionalismo
funcionalista arquitectónico condujo a producir un tipo moderno de vivienda,
arreglada en áreas mínimas y con disposiciones ad hoc cada vez más rígidas: las
amplias cocinas-comedor de las casas tradicionales se redujeron a la
cocina-mostrador, herencia tipológica de la cocina de Frankfurt; las holgadas
alcobas tradicionales se transformaron en ajustados dormitorios y los antiguos
patios con claraboyas cedieron lugar a minúsculos pasillos. Lo paradójico es
que las antiguas casas del Novecientos, concebidas con simplicidad de
disposición y generosidad dimensional en un contexto en donde la familia
representaba una figura clara, evidente y perdurable, sin embargo lograban de
hecho adaptarse con relativa facilidad a distintas configuraciones
microsociales. El apartamento contemporáneo típico, a este respecto, ha perdido
casi toda su flexibilidad, como resultado del ajuste ad hoc de las formas a las
funciones y la reducción de superficies habitables.
Se insinúan
entonces algunas vías de transformación tipológica que tiendan a conseguir o
bien una relativa flexibilidad de uso o bien una facilidad de intercambio. Se
habitaría entonces, en la escala doméstica, en contenedores flexibles y
fácilmente transformables o bien el núcleo microsocial recorrería distintas
localizaciones, encontrando en cada caso el tipo y disposición relativamente
más conveniente en el tiempo.
En todo caso,
parece que el concepto básico de “dormitorio” debiera recuperar las dimensiones
habitables de una alcoba. En efecto,
concebir proyectualmente una alcoba implica considerar un microcosmos del
alojamiento más entrañable: un espacio más holgado, por cierto, que un lugar
para dormir; un lugar para desplegar una variada gama de usos habitables tanto
en la niñez temprana como en la adolescencia tardía y hasta la edad adulta. Un
lugar para una plena habitación de un sujeto que construye en su intimidad, su
identidad particular de sujeto, una memoria y una referencia existencial.
Otro aspecto
importante lo constituye el equipamiento. En la casa burguesa dominaba un
equipamiento sólido, pesado, relativamente oneroso, apto para perdurar
invariable en el tiempo y en la disposición en el espacio. En el espacio
doméstico contemporáneo, los equipamientos tienden a la liviandad, la relativa
baratura y la flexibilidad de usos y disposiciones. El equipamiento
contemporáneo es relativamente más efímero tanto en lo que toca a su
durabilidad física como a su perdurabilidad simbólica. A una identidad, memoria
y referencia construidas por el atesoramiento material y simbólico, la
sustituyen ahora unas elaboraciones forjadas en el consumo y la renovación.
En el espacio
doméstico contemporáneo, por otra parte, pierden cierta entidad habitable los
espacios sociales como el comedor y la sala. Constreñidos por la falta de
espacio, los rituales de la sociabilidad pública se desarrollan más
intensamente en clubes, salones de alquiler o en los denominados “salones de
usos múltiples”. En un apartamento típico es difícil convocar a una comida para
una docena de invitados o a una reunión de cumpleaños. Gran parte de la
escenificación del relacionamiento público del hogar tiende, con ello, a
desarrollarse puertas afuera del ámbito doméstico.
Los proyectos del
habitar se urden con la materia de los sueños. En cada rincón que uno ocupa
según las peculiares circunstancias que le rodean, uno sueña con alternativas.
La dura realidad nos impone por cierto constreñimientos, pero nunca dejamos de
soñar: porque, en definitiva, proyectar es soñar. Es de esperar que los
proyectistas profesionales del futuro puedan operar efectivamente con las
sustancias oníricas del deseo más auténtico: otro mundo, más habitable, será posible. Tiene que sernos posible.
Prácticas
de la construcción del hábitat
Si las prácticas de
concepción y de proyecto tienen la materia de los sueños, las prácticas de la
construcción del hábitat están comprometidas con la materia que encontramos en
la naturaleza, la que, convenientemente dispuesta en un orden firme, durable y
adecuado, alojan a los soñadores de otros sueños. Hay que examinar cómo
complejas organizaciones sociales operan efectivamente para construir las
transformaciones habitables del ambiente. Las prácticas de la construcción del
hábitat son sociales, porque sociales son las demandas tanto como lo son los
dispositivos de organización de la producción de los lugares.
Con mucho, en
nuestro panorama actual, las organizaciones de producción del hábitat, se
configuran bajo la especie de la promoción privada. Ciertos
comitentes-inversores se muestran proclives a arriesgar especulativamente su
capital. Convenientemente asesorados por agentes inmobiliarios, localizan en
ciertas regiones y en ciertos momentos sus iniciativas. Dónde y cuándo invertir
son extremos cruciales: se determinan bajo la apreciación cuidadosa de los
datos del contexto.
Dónde
invertir es una determinación que surge de la existencia de un mercado adecuado.
Esto implica reconocer dónde están dispuestos a adquirir los integrantes de los estratos solventes de la sociedad, los
que, en general, prefieren las ventajas comparativas tanto del ambiente físico,
como de la segmentación diferenciadora social. La asociación de ciertas
virtudes físicas del ambiente con otras virtudes de naturaleza social resulta
en una efectiva potenciación económica de una situación en el territorio del
hábitat. El elemento clave tanto para la adquisición como para la inversión
sea, más aun que la construcción efectiva, la conquista diferencial de una
posición en el territorio.
Cuándo
invertir, por su parte, depende de la coyuntura económica global. En general,
es propicio invertir en los momentos en que los costos financieros son comparativamente
bajos, en donde se aprecie estar en una fase expansiva y creciente del ciclo
económico y que al menos los sectores pudientes de la sociedad dispongan de
excedentes de capital suficiente para constituir un mercado. Promover la
construcción es apostar, más o menos prudentemente, al futuro: los precios, en
el mercado inmobiliario, tienden en general a subir. Por otra parte, las
inversiones inmobiliarias son inversiones de reserva estratégica que
desarrollan su ciclo de realización en períodos extendidos en el tiempo.
Toda vez que la
promoción privada no alcanza a responder efectivamente a las demandas de la
totalidad del mercado, la promoción pública encuentra su lugar y misión. La
promoción pública, desarrollada por diversos organismos del Estado, se aplica a
satisfacer a su modo las demandas de sectores medios, los que adquieren
relativa solvencia con la concesión de créditos hipotecarios por plazos más o
menos prolongados. Los mecanismos públicos de promoción deben hacer converger
diversos dispositivos sociales y productivos: deben asistir a la construcción
tanto como a la financiación adquisitiva.
Para el sistema
público de promoción, las determinaciones estratégicas sobre dónde invertir son
en cierta medida residuales. La inversión pública se localiza allí donde el
mercado la deja, esto es, allí en donde no es ni seguro ni rentable invertir.
En general, los organismos públicos carecen de una disponibilidad estratégica
de tierras y deben adquirirla, con dificultad, allí donde la inversión en la
construcción resulte en valores al alcance de los sectores medios, que es la
porción del mercado consumidor objetivo.
También la
determinación estratégica acerca de cuándo invertir es, para la promoción
pública, residual. En las épocas de bonanza, los costos productivos tienden a
aumentar, con lo que se dificulta la acción pública. En general, la inversión
pública se aplica en circunstancias sociopolíticas más favorables en las fases
contractivas del ciclo económico, en donde el objetivo económico del Estado es estimular
la industria de la construcción, toda vez que ésta es intensiva en la
contratación de mano de obra y disminuye apreciablemente el costo de
oportunidad de las empresas.
Frente a estas
modalidades hegemónicas de construcción, emerge una alternativa, originada en
aquellos sectores sociales que no sólo no encuentran en la oferta privada la
satisfacción de sus demandas, ni tampoco en la promoción pública tradicional.
La iniciativa productiva de los sectores más decididos del activismo social da
lugar a la denominada producción social
del habitar. Por tal se entiende un complejo coherente de procesos de
construcción de espacios habitables, promovidos por organizaciones de
autoproductores que operan sin fines lucrativos.
La producción
social del hábitat constituye un complejo coherente de procesos de construcción
originado históricamente en las iniciativas sociales en torno a la demanda de
vivienda. En el proceso efectivo del desarrollo histórico de estas experiencias
sociales se ha revelado que no es suficiente, desde el punto de vista tanto
conceptual como material, responder meramente al problema de la vivienda, sino,
yendo más allá de la escala doméstica, involucrar la producción efectiva de
lugares, esto es, espacios habitables. Los agentes protagonistas son, en este
caso, organizaciones sociales que nuclean a usuarios que abordan activamente el
desafío de la promoción, gestión y construcción del hábitat.
Si para la
promoción privada, a los usuarios se les asigna el papel de consumidores y si
para la promoción pública los mismos son sujetos pasivos de la acción del
Estado, en las modalidades de la producción social del hábitat, los usuarios
son participantes activos. La participación
social extendida, que compromete a los usuarios en las iniciativas, las
gestiones, el control y desarrollo de los procesos, la autoorganización
democrática y aún el involucramiento productivo, son extremos de singular valor
distintivo.
La participación
social es un factor fundamental para constituir ciertos activos políticos y
sociales. El activo político principal radica en el valor de la equidad, mientras que el principal
activo social implica la realización efectiva del valor de la solidaridad. La
experiencia global que realizan los grupos sociales participativos se apoya en
la legitimidad democrática de un orden autoconstruido sobre la disposición y
arreglo equitativos de las demandas particulares, articulándolas en un orden
comunitario superior efectivamente localizado. Este importante aspecto se
complementa necesariamente con el ejercicio efectivo de la solidaridad, que
comprende las dimensiones grupales, interfamiliares, intergeneracionales,
internas y externas.
Los lugares que
efectivamente habitamos, entonces, son el resultado de la concurrencia de
distintos arreglos sociales y productivos, los que actúan tanto en forma
complementaria como competitiva. De esta situación no es esperable una
arquitectura del hábitat unitaria y armónica. Las ciudades contemporáneas
constituyen mosaicos socioespaciales peculiarmente conflictivos y es una tarea
difícil encontrar una coherente política que los resuelva satisfactoriamente.
No obstante, es la ciudad que tenemos y la que legaremos al futuro, de modo que
habrá que meditar mucho sobre una verdadera civilización
urbana digna de este nombre.
Prácticas
de implementación habitable
Para las
concepciones tradicionales de la arquitectura, la construcción material es el
fin último, al que sigue la implementación habitable como una atribución
subjetiva y particular del usuario. Sin embargo, con la última mano de pintura
que borra las improntas de la obra, la arquitectura viva no hace otra cosa que
inaugurarse en su sentido humano más entrañable. Culminada la obra (¡por fin!)
el habitante la explora activamente, se apropia material y simbólicamente del
lugar, dispone los equipamientos y habita. Existe en la apropiación habitable
un doble aspecto: la arquitectura se consuma
y se consume, morosamente.
Es demorándose que
los habitantes van construyendo las extensiones vividas del espacio y de los
tiempos que recurren, una trama memoriosa de circunstancia. Los pasos, los
gestos, las coreografías de la vida cotidiana van midiendo mediante sucesivos
ajustes las extensiones de los lugares. Con ello, dan forma efectivamente
arquitectónica a las construcciones, toda vez que proponen las figuras de la
vida y terminan de dibujar en el espacio, el lugar. Las alternancias del día y
la noche, de la vigilia y el sueño, van construyendo la referencia
escenográfica de la circunstancia. La vida, en definitiva y del modo más
concreto, tiene lugar, esto es, se
consuma.
También demorándose
es que los habitantes conquistan para el uso y la explotación cada porción de
espacio disponible. En el lugar se distribuyen según las conveniencias
particulares las cosas del vivir, las que se confabulan para constituir con
plenitud concreta el hecho arquitectónico que efectivamente se habita. El
espacio y las cosas en el espacio se consumen mediante la operación recurrente,
la familiarización, la automatización gestual y el consumo simbólico. Las cosas
del vivir van encontrando sus lugares más convenientes y al hacerlo constituyen
una trama de emplazamientos significativos en el lugar habitado.
El habitar
doméstico burgués estaba marcado distintivamente por el atesoramiento y las inversiones
en calidad material de vida bajo la consigna de la acumulación. Los
equipamientos de buena calidad relativa y larga vida funcional y simbólica se
disponían según patrones recurrentes y perdurables. La durabilidad física,
funcional y, sobre todo, simbólica eran aspectos incuestionables de un mismo
valor. En cierto modo, las cosas, como el capital, se ennoblecían con el
tiempo: era un mérito perdurar. Un signo revelador de esta actitud lo
constituye la biblioteca, tesoro familiar exhibido con orgullo en su extensión,
contenido e historia.
Por su parte, el
habitar doméstico contemporáneo está signado por el consumo, la renovación y la
labilidad. El equipamiento tiende a la liviandad, a usos y disposiciones flexibles y suele sacrificar
su durabilidad física en pos de la baratura relativa. La renovación física,
funcional y simbólica del hábitat es un nuevo valor distintivo: la afluencia de
los dispositivos electrónicos es la principal nota de novedad. Esta nota de
novedad impregna a su modo al conjunto que conforman los objetos del vivir. Es
frecuente que la obsolescencia simbólica preceda con mucho a la mera
obsolescencia técnica. La dimensión doméstica del habitar no puede resistir los
embates del frenético consumismo contemporáneo: así, el espacio doméstico
contemporáneo está dominado por el valor de lo nuevo y lo cambiante.
Las
implementaciones habitables deben ser examinadas en su propio carácter: como
prácticas sociales complejas en donde no sólo importa la configuración
observable de las conductas, sino también el sentido particular que adoptan
para los habitantes a partir de sus representaciones simbólicas. Así, no basta
con constatar qué operaciones mecánicas son llevadas a cabo, sino también debe
inquirirse acerca de los significados que éstas adoptan; no alcanza con
catalogar los usos, sino también debe comprenderse cómo su peculiar
configuración en formas o modos rituales les confieren un sentido de identidad,
memoria y referencia. Más aún, es necesario deconstruir y reconstruir las
jerarquías y organizaciones globales de los usos habitables con el fin de
describir, comprender y valorar los efectivos estilos de vida construidos.
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